a opinocracia del viejo régimen prolonga su agonía hasta estos sonoros días. Su afán, de supervivencia, se aferra a una visión sin sostenes válidos en la realidad. Una y otra vez se autodesignan como poseedores de virtudes intelectuales superiores y capacidad definitoria que sólo ellos poseen. No admiten cambio alguno de protagonistas del poder que los, por ellos, amparados. La historia de lo moderno, el pasado incluso, es la que sus paladines van desgranando en su continuo y avasallador uso de los múltiples púlpitos a su alcance y merecimiento. Nada de la actualidad y el futuro se les aleja de su mediación, adecuada a los intereses que defienden. Poco importa el momento para airar sus ilustres verdades. Ahí están, en sus foros de siempre: donde sólo ellos despliegan sus siempre encantadores argumentos definitorios. Sólo en sus continuas peroratas reside la verdad. Las menciones a la democracia son continuas y terminales. Sólo en ellas refulge la libertad en sus variadas acepciones. Sólo por ellos puede ser interpretada correctamente.
Llega esta opinocracia ubícuita, incluso, a sentenciar cualquier desviación o inoperancia del desarrollo económico: Luis Rubio y Mayer Serra, domingueros de Reforma. Y sólo bajo el modelo acumulador, por ellos interpretado como valedero, puede una economía florecer. Lo demás enfila hacia el fracaso. Así que, no sólo se dan tratos de indisputables oráculos legendarios, sino de autonombrados oficiantes de púlpitos de alcance, tan íntimo como las conciencias que pretenden afectar con sus palabras. Conducen, sin duda ni límite, su importancia dictatorial, a cualquier feria donde se dispute el pensamiento republicano.
Su acicate es circunscrito y alentado por la inefable dualidad entre vanidad y soberbia. Es esta inseparable pareja la que les abre el verdadero cielo conceptual, para dar cabida a su agrandada ambición de guías. Son, según su elástico parecer, demócratas libertarios; émulos del príncipe de los ratones, aquel flautista encantador de roedores que, por derivación obligada, todos los demás somos.
Pero, entre los encumbrados opinócratas, hay diferencias. Unos son los creadores y otros más sólo discípulos o creyentes, que se alinean, siempre, a sus orientaciones. Ahí está el viejo Enrique Krauze, continuamente renovando la existencia de tiranos a los que hay urgencia de enfrentar. Se adueña del paraninfo conservador en su intentona de solidificar tanto la democracia como la libertad. Emite sus dictados envueltos en frases indelebles para recuperar el confortable, como vetusto y manido, diseño de “dictadura perfecta”. Siempre matizando la realidad, según la malentiende y proyecta el populismo. No logra desprenderse de la soberbia que lo acompaña desde que emprendió su tarea de discípulo predilecto de Octavio Paz y Vargas Llosa. No desperdicia oportunidad para renovar sus condenas y predicciones de fracasos inminentes del gobierno (4T), casi siempre contradichas por la realidad. La dictadura que lo atosiga a cada paso ni siquiera se asemeja un poco a la que le infunde tan duro temor. Hay uno que otro opinócrata, de talla menor, pero de cotidiana presencia en los medios. L. Carlos Ugalde, por ejemplo, que usa investigaciones, sólo por él trabajadas, y presume su pase funcional (INE) para darse autoridad y experiencia usable. Todo para coartar la propuesta de reforma electoral o vaticinar fracaso de la judicial. Tiene un presagio que le atemoriza: la dictadura de la mayoría. Ese pueblo tan inquieto como amenazante que este señor atisba y siente en sus aparejos. Otro opinócrata que destaca, en ese horizonte de predicadores de verdades irreductibles, es el señor Jesús Silva H. Inquietante tasador de actualidades de cualquier signo, color o naturaleza. Con despliegue inigualable de lenguaje, cifrado en frases notables, pondera su amplia visión. Entra, para mal de sus múltiples certezas, en tantas condenas al oficio del funcionariado como al de la Presidenta que, sus predicciones y males por venir, no llegan a rebasar sus fulgurantes letras escritas. Ninguno de estos personajes ha tenido el tiempo, ni el deseo, de revisar su alebrestado paso por la corriente crítica que tantas veces ha mostrado su desubicación y fracaso. La soberbia intelectual es mala consejera.
Por esa soberbia ruta volverán a sostener errores fatales: la fusión del Prian, la escandalosa elección de X. Gálvez, o la sucia campaña financiada con recursos reactivos inútiles y añadidos de violencia. Deben examinar, con rigor, sus posturas e imaginar nuevas visiones. Las que propalan ahora les han fracasado de manera rotunda.











