oy en día, Donald Trump es presidente de su propia Murder Incorporated (Asesinato, SA), menos un gobierno que un escuadrón de la muerte.
Muchos descartaron la proclamación, al principio de su segundo periodo presidencial, de que el Golfo de México se llamaría en adelante Golfo de América (es decir, de Estados Unidos), como un tonto despliegue de dominio: tonto, pero inofensivo. Ahora, sin embargo, ha creado un baño de sangre en el adyacente mar Caribe. Hasta el momento, el Pentágono ha destruido 18 lanchas rápidas ahí y en el océano Pacífico. No se ha presentado prueba o acusación alguna que sugiera que esas naves transportaban drogas, como se afirma. Sencillamente, la Casa Blanca ha continuado difundiendo videos de vigilancia a ojo de pájaro (una película snuff, en realidad) de una lancha atacada. Luego viene una ráfaga de luz y allí acaba todo, junto con los humanos que iban a bordo, hayan sido éstos narcotraficantes, pescadores o inmigrantes. Hasta donde sabemos, al menos 64 personas han sido asesinadas en esos ataques.
La tasa de mortandad se acelera. A principios de septiembre, Estados Unidos atacaba una embarcación cada siete a 10 días. A principios de octubre, una cada dos días. Por un tiempo, desde mediados de octubre, fue una al día, incluidos cuatro ataques tan sólo el 27 de ese mes. La sangre, al parecer, quiere más sangre. Y la zona de caza se ha expandido desde las aguas del Caribe, frente a Venezuela, a las costas de Colombia y Perú, en el océano Pacífico.
Muchos motivos podrían explicar la compulsión de asesinar que tiene Trump. Quizá disfruta la emoción y sensación de poder que le da girar órdenes de ejecución, o él (y su secretario de Estado, Marco Rubio) esperan provocar una guerra con Venezuela. Tal vez considera que los ataques son distracciones útiles de la criminalidad y corrupción que definen su presidencia. El asesinato a sangre fría de latinoamericanos es también carne fresca para los vengativos seguidores trumpistas que han sido creados por guerreros de la cultura como el vicepresidente JD Vance para culpar de la crisis de los opioides, que de manera desproporcionada infesta a la base rural del Partido Republicano, a la “traición” de las élites.
Los asesinatos, que Trump insiste en que son parte de una guerra contra los cárteles y narcotraficantes, son horrorosos. Ponen de relieve la absoluta crueldad de Vance. El vicepresidente ha bromeado con el homicidio de pescadores y afirma que “le importa un carajo” si las matanzas son ilegales. En cuanto a Trump, ha desdeñado la necesidad depedir autorización al Congreso para destruir lanchas rápidas o atacar a Venezuela, diciendo: “Creo que vamos a matar personas. ¿Okey? Las mataremos. Van a estar, bueno, muertas”.
Pero, como con tantas cosas referentes a Trump, es importante recordar que no sería capaz de hacer lo que hace si no fuera por políticas e instituciones creadas por muchos de sus predecesores. Sus horrores tienen un largo historial de fondo. De hecho, Trump no está intensificando la guerra a las drogas, sino intensificando su intensificación.
Lo que viene a continuación es una breve historia de cómo llegamos a un momento en el que un presidente puede ordenar el asesinato en serie de civiles, compartir en público videos de los crímenes, y descubrir que la respuesta de demasiados reporteros, políticos (con alguna excepción, como Rand Paul) y abogados ha sido poco más que un encogimiento de hombros, cuando no, en algunos casos, un respaldo.
Breve historia de la guerra más larga
Aunque la convergencia de la política de derecha y la referente a las drogas comenzó al final de la Segunda Guerra Mundial, Richard Nixon (1969-1974) fue nuestro primer presidente de la guerra a las drogas. Gerald Ford continuó la guerra e incrementó las operaciones de la DEA en América Latina.
La DEA continuó expandiendo sus operaciones en el gobierno de Jimmy Carter, y Ronald Reagan comenzó a intensificar la guerra a las drogas de la misma manera en que lo hizo con la guerra fría. George H W Bush, Bill Clinton y George W Bush invirtieron en la guerra a las drogas. Barack Obama no intentó reducir la escala de la guerra y luego vino el primer periodo presidencial de Donald Trump. Joe Biden continuó financiando las operaciones de la DEA y militares en América Latina.
Donald Trump (2025-?) ha abierto un nuevo frente en la guerra contra los cárteles mexicanos de la droga en Nueva Inglaterra. La DEA, en colaboración con el ICE y la FBI, afirma que en agosto realizó 171 “arrestos de alto nivel” de “miembros del cártel de Sinaloa” en los estados de Massachusetts y Nueva Hampshire. Sin embargo, el equipo de investigación Spotlight del Boston Globe informó que la mayoría de los arrestados participaban en “ventas de drogas por pocos dólares” o eran simples adictos, sin ningún vínculo con el cártel de Sinaloa.
Trump insiste en que la “guerra a las drogas” no es una metáfora, sino una guerra de verdad, y que como tal le concede poderes extraordinarios de tiempos de guerra, entre ellos la autoridad de bombardear a México y atacar a Venezuela.
Considerando esta historia, ¿quién va a oponerse? ¿O a pensar que una tal guerra no podría sino terminar mal… o, para el caso, no terminar nunca?
La versión completa del artículo se puede leer en el siguiente link: https://bit.ly/4o3bT6i
*Greg Grandin es autor de Empire’s Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of the New Imperialism, publicado por Metropolitan Books en la serie American Empire Project; de The End of the Myth: From the Frontier to the Border Wall, ganador del Premio Pulitzer y, en fecha más reciente, America, América: A New History of the New World. Este artículo fue publicado originalmente en TomDispatch.com | Enlace al artículo original en: https://bit.ly/4pfGApJ
Traducción: Jorge Anaya











