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La crisis de la verdad
E

l debate fundamental que definía el siglo XX era la libertad de expresión. En la era de los medios masivos –radio, televisión, prensa–, la información era un recurso escaso y poderosamente concentrado. Quien controlaba estos canales, no sólo moldeaba el discurso público, sino que, en gran medida, definía la realidad misma. El periodismo profesional actuaba como el portero, la autoridad final que discernía lo cierto de lo falso para una audiencia cautiva. Incidir en los medios era, efectivamente, incidir en la realidad política y social. Las luchas por la apertura democrática y contra los regímenes totalitarios se libraron, en esencia, por el derecho a que las voces disidentes se abrieran paso a través de ese monopolio informativo.

El panorama noticioso del siglo XXI ha sufrido una implosión, un cambio sísmico que ha redefinido los términos del debate. Hoy, la discusión ya no se centra primordialmente en la libertad de expresión –casi ilimitada en el vasto espacio digital–, sino en la capacidad de discernir la verdad.

Las plataformas digitales y las redes sociales han pulverizado el monopolio informativo tradicional. La inmensa mayoría de la población global se entera de los acontecimientos no por una primera plana curada por un editor, sino por lo que un algoritmo determina que es “relevante” en su feed. Este mecanismo de personalización, diseñado para maximizar la interacción (y por ende, la rentabilidad), opera como un espejo de nuestros intereses y afinidades previas.

El resultado económico de esta arquitectura digital es una polarización rampante. Las personas predeterminamos, de manera inconsciente, la información que consumimos, creando “cámaras de eco” o “burbujas de filtro”. Este ecosistema refuerza nuestros prejuicios (sesgo de confirmación), al tiempo que dificulta el contraste, el equilibrio y la exposición a ideas genuinamente opuestas. El debate público se fractura en monólogos paralelos, minando la base de una deliberación democrática informada.

La arquitectura de la polarización que las redes sociales han moldeado durante los últimos 15 años está a punto de ser arrasada por un verdadero tsunami tecnológico: la inteligencia artificial (IA) generativa.

Si las redes sociales nos enseñaron a desconfiar del emisor, la IA nos obligará a desconfiar de nuestros propios ojos y oídos. En los próximos cinco o 10 años, la IA llevará la crisis de la verdad a un nivel exponencial. La capacidad de generar deepfakes ultrarrealistas –videos, audios e imágenes– que simulan a personas reales diciendo o haciendo cosas que jamás ocurrieron, se democratizará.

Nos costará diferenciar la verdad de la verdad puesta en nuestros teléfonos; la realidad objetiva, siempre elusiva, se transformará en una mercancía personalizada y predeterminada por nuestras aficiones o consumo previo en Internet. El algoritmo dejará de sólo mostrarnos noticias que nos gustan; comenzará a crear, a la carta, “hechos” que confirmen nuestros sesgos más profundos, haciendo casi imposible distinguir la manipulación de la autenticidad.

Esta crisis de la verdad trasciende con creces las fronteras del periodismo y la información, teniendo un efecto político directo y sistémico. La IA se convertirá en la herramienta definitiva para la segmentación y el microtargeting político, permitiendo a las campañas generar mensajes hiperpersonalizados que apelan directamente a las emociones y prejuicios de grupos de votantes específicos con una precisión nunca antes vista.

En este nuevo panorama, las campañas no se ganarán con ideas sólidas o políticas públicas coherentes, sino con narrativas emocionalmente potentes e incontrastables, diseñadas para evitar el escrutinio racional. La IA tiene el potencial de moldear liderazgos que son, en esencia, simulacros digitales optimizados para el consumo de masas polarizadas.

Nuestros marcos regulatorios, nuestros sistemas educativos y nuestras instituciones democráticas se basan en la premisa de una esfera pública compartida y un mínimo consenso sobre los hechos. Si la IA destruye la capacidad de encontrar esa base de realidad común, la deliberación racional colapsará. Es urgente que los gobiernos de todos los niveles inviertan seriamente en alfabetización digital avanzada, herramientas de verificación de contenido impulsadas por IA (la misma tecnología que crea los deepfakes debe ser usada para detectarlos) y, fundamentalmente, en un marco ético y regulatorio internacional que limite el uso de la IA generativa en la política electoral y la esfera pública, antes de que la verdad se convierta en una reliquia del pasado.

Hace 20 años la política cambió con la irrupción de las redes sociales en las campañas. Desde las “granjas de bots” hasta la necesidad de presencia digital. Ese cambio no es nada frente a la revolución que implica la inteligencia artificial y el impacto cultural y político que, nadie lo dude, habrá de tener en esta generación y las que le sigan.