l presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, llamó ayer al pueblo estadunidense a jugar un papel estelar en el rechazo a los planes bélicos del trumpismo, instándolo a que “pare la mano enloquecida de quien da la orden de bombardear, matar y llevar una guerra a Sudamérica y al Caribe; detengan la guerra, ¡no a la guerra!”. Un día antes, durante una concentración en defensa de la soberanía venezolana, el mandatario exhortó a su homólogo Donald Trump a no llevar a Estados Unidos a una “guerra interminable”, no iniciar nuevos conflictos injustos, “no más Libia, no más Afganistán”, en referencia a dos de las naciones más devastadas por el imperialismo estadunidense en el presente siglo.
Las declaraciones del dirigente chavista se producen en un contexto en que Washington hace ya poco o nada para disimular que el envío de tropas, aeronaves y buques de combate, incluido su portaviones más grande y avanzado, a las costas caribeña y pacífica de Sudamérica tiene como propósito real catalizar un cambio de gobierno en Caracas. Hasta el momento, la apuesta de los halcones estadunidenses parece consistir en que la mera presencia de sus flotas, aunada al bloqueo económico, a la millonaria recompensa por “información que lleve a la captura de Maduro” y a las constantes amenazas de la Casa Blanca propicien un golpe de Estado a partir del rompimiento de filas dentro del ejército bolivariano. Sin embargo, no se descarta una acción militar directa como la que refiere el mandatario venezolano.
En este sentido, resulta ominoso que miembros de alto rango de las fuerzas armadas y la administración estadunidense, así como ex integrantes de esas instancias y voceros de instituciones de ultraderecha, hablen abiertamente e incluso azucen una intervención militar contra Caracas. El debate público y sin rubores de agresiones imperialistas es una muestra del daño ocasionado por el trumpismo a la legalidad internacional y a las normas diplomáticas: cuando el líder de la mayor potencia global habla sin tapujos de imponer sus caprichos por la fuerza, naturaliza la barbarie e instala un sentido común en el cual las peores atrocidades no generan siquiera extrañeza.
A la luz de estos hechos, las ejecuciones extrajudiciales y la desaparición forzada de al menos 80 personas perpetradas por Washington desde inicios de septiembre pasado aparecen como una macabra manera de probar los límites de la comunidad internacional ante violaciones masivas de los derechos humanos cometidas a la luz del día y exhibidas como trofeos de guerra por Trump y varios integrantes de su gabinete. Lamentablemente, el aislamiento de las voces críticas con esas prácticas y la inacción de los organismos internacionales obligados a tomar cartas en el asunto han mostrado al magnate la efectiva impunidad de que goza en sus transgresiones.
Así lo confirma, por ejemplo, la filtración de un memorando secreto del Departamento de Justicia, en el cual se evidencia que la administración republicana conoce la total carencia de sustento legal para sus operaciones contra las presuntas narcolanchas, pues la única “justificación” reside en la idea de Trump de que su país se encuentra en guerra con los traficantes de droga y puede clasificarlos como combatientes enemigos. Idea, porque para que la contienda sea real en términos jurídicos debe ser autorizada por el Congreso y porque, incluso en ese escenario, el derecho internacional humanitario establece límites a lo que puede o no hacerse en un conflicto armado.
Para los gobiernos y los ciudadanos comprometidos con la paz y la autodeterminación de los pueblos es más urgente que nunca cerrar filas en defensa de Venezuela, con independencia de la opinión que guarden de su mandatario: lo que se encuentra en juego no es la suerte del chavismo, sino el regreso del más crudo neocolonialismo estadunidense a la región.












