l 24 de octubre de 1945, la Organización de Naciones Unidas (ONU) entró formalmente en funciones una vez que la Carta de las Naciones Unidas, elaborada cuatro meses atrás en la Conferencia de Naciones Unidas celebrada en San Francisco, fue ratificada por los diversos países integrantes. Después de 80 años de su creación, la nueva situación mundial vuelve necesario reflexionar sobre la vigencia de aquellos principios y fundamentos que dieron origen a la ONU.
A nadie escapa que tanto la fuerza como la debilidad de la ONU derivan de las propias de los estados-nación que la componen, del consenso y cohesión que observen respecto de sus propósitos y encomiendas. Debido a ello, no debe sorprender que sus órganos de gobernanza y especialmente su Consejo de Seguridad se han visto crecientemente incapaces de jugar un papel relevante para garantizar la paz, la dignidad y los derechos humanos de la inmensa mayoría de la población mundial en un entorno de problemas de diversidad y proporciones inéditas: guerras comerciales, conflictos bélicos, ascenso del autoritarismo, genocidios, desplazamientos forzados, hambruna, efectos del cambio climático, entre otros desafíos de alcance global frente a los cuales la ONU se ha mostrado impotente.
Dicho de otro modo, en entornos donde se niegan sistemáticamente los derechos humanos, Naciones Unidas ha sido incapaz de brindar garantías para la población vulnerada, así como de articular esfuerzos efectivos entre las naciones para revertir dichas problemáticas haciendo uso de las herramientas de la diplomacia. No obstante, y a contrapelo de una corriente de opinión que se ha vuelto inquietantemente dominante, es necesario decir que el limitado alcance actual de la ONU no demerita el valor de su existencia en el entorno internacional, aún a pesar de sus patentes debilidades y limitaciones.
Es necesario afirmar la necesidad y pertinencia de Naciones Unidas, especialmente frente a la narrativa altisonante de poderosos líderes políticos que hoy buscan instrumentalizar las debilidades del organismo presentándolas como amenazas contra la soberanía, la paz, la democracia o la libertad, tal como hace apenas un mes lo hizo Donald Trump al cuestionar frente a la Asamblea General el papel de la ONU en el escenario político internacional, especialmente frente a las guerras. El peligro de estas estrategias de desinformación que lamentablemente se repiten cada vez más a menudo es que con ellas se oculta que han sido los propios estados, particularmente Estados Unidos de América, China y Rusia, quienes en momentos claves han evitado que Naciones Unidas intervenga con la debida contundencia.
Lo mismo podemos decir de la posición de gobiernos populistas y/o con rasgos autoritarios, que independientemente de su filiación ideológica han manifestado un rechazo frontal a Naciones Unidas, como Venezuela, Nicaragua, El Salvador e incluso Argentina. Desde luego, el peso específico de estos desplantes no es equiparable con la gravedad de los desacatos y acusaciones que enderezan contra la ONU los países que ocupan un papel de potencia mundial y tienen representación en su Consejo de Seguridad, pues su crítica y rechazo frontal a Naciones Unidas no busca deslegitimar sólo al propio organismo sino su agenda política global, centrada en la promoción y defensa de los derechos humanos, lo cual exponencia la gravedad del daño de estas narrativas.
México no es ajeno a estas actitudes de rechazo a la ONU, particularmente en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos, en el cual, desde la narrativa de la “no intervención”, los gobiernos mexicanos han menospreciado el papel de la ONU, de sus tratados, organismos y grupos de trabajo tanto en el nivel internacional como en el nivel interamericano. Recientemente fuimos testigos, por ejemplo, del abierto rechazo del gobierno de México al Comité contra la Desaparición Forzada (CED) de la ONU por el anuncio del inicio del proceso para determinar si las desapariciones en México son generalizadas o sistemáticas, esto en el contexto del informe anual del CED presentado ante la Asamblea General, y en el marco de las facultades que la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas otorga a este órgano en su artículo 34.
Hace 80 años, la tarea de construir consensos mínimos indispensables en torno de valores y propósitos de interés global, poniendo en el centro la dignidad de las personas y la justicia social, inspiró y dio legitimidad a la fundación de un órgano multilateral que recibiría el nombre de Organización de Naciones Unidas, que a través de su entramado institucional tendría como principal encomienda velar por los derechos humanos en todo el mundo. Hoy, sin embargo, esos principios fundamentales son puestos en duda y denostados, lo cual convoca a la comunidad mundial a la urgente tarea de repensar la ONU misma y, junto con ella, el derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los derechos humanos, así como los mecanismos imprescindibles y eficaces, hoy, para garantizar su misión.
Con muchos elementos en mano podemos cuestionar legítimamente el papel que Naciones Unidas han desempeñado para la atención de los principales conflictos que hoy vulneran la dignidad de las personas alrededor del mundo. No obstante, la mirada crítica y la necesaria exigencia de una mayor efectividad de este organismo no debe desvirtuar la pertinencia de contar con una instancia internacional encargada de velar por los derechos humanos, la democracia y la paz. Es precisamente esta agenda, incómoda para los gobiernos, la que ha impulsado que muchos Estados se posicionen en contra de este organismo, instrumentalizando sus debilidades para afirmar agendas hegemónicas de carácter profundamente autoritario y excluyente, que entrañan un gran peligro para la mayoría de la humanidad.
 
       
	
       
 
     









 
      
	          
	       