as imágenes de devastación en la zona norte de Veracruz, Hidalgo y Puebla son más que la crónica de un fenómeno meteorológico; son el espejo de una época. La primera generación en México que está sintiendo en sus bolsillos y en la pérdida de su patrimonio los efectos ineludibles del cambio climático, se enfrenta a una realidad que hemos negado por demasiado tiempo. Las inundaciones en Huehuetla, los deslaves en Huauchinango, la imagen de Poza Rica bajo el lodo, no son accidentes aislados, son el síntoma de una enfermedad sistémica.
Hablamos de lluvias “atípicas” y huracanes “extraordinarios”, buscando en el lenguaje un paliativo para la incomprensión y la justificación. No obstante, en el ámbito de las políticas públicas y la gestión de riesgos, debemos desterrar los superlativos. Lo que antes era la excepción climática, hoy es la nueva normalidad. La intensificación y la celeridad con la que fenómenos como el huracán Otis, o las recientes precipitaciones en la Sierra Norte y Huasteca, rebasan la capacidad de respuesta, la infraestructura urbana y la resiliencia comunitaria, deberían obligarnos a un quiebre en nuestra estrategia de adaptación.
El debate público en México, a menudo secuestrado por la diatriba partidista y estéril, debe ascender al plano de la urgencia nacional. Los desastres naturales nos obligan a entender el riesgo multifactorial en el que el país se encuentra. En primer lugar, está la deficiente planeación urbana y territorial. En un país con una orografía tan agreste, la expansión demográfica ha ignorado sistemáticamente las zonas de riesgo, construyendo vulnerabilidad en laderas, cauces de ríos y áreas de alto riesgo sísmico.
En segundo lugar, se encuentra la fragilidad de las finanzas estatales y municipales. La recurrencia de eventos catastróficos somete a los presupuestos subnacionales a una presión insostenible. El costo de la reconstrucción post-desastre, que debería enfocarse en la prevención y la resiliencia a largo plazo, se convierte en un ciclo vicioso de gasto reactivo y paliativo. Esto merma la capacidad de inversión en servicios públicos esenciales y, a la postre, frena el desarrollo.
A esto se suma la alarmante falta de cultura cívica respecto al manejo de residuos, un factor que agrava la respuesta hídrica de nuestras ciudades. La basura en calles y drenajes no es un problema menor; es un fallo en la infraestructura de drenaje y un catalizador de inundaciones urbanas.
Finalmente, la pírrica penetración de seguros de vivienda deja a millones de familias a la intemperie económica tras un desastre. La protección del patrimonio familiar sigue dependiendo, en gran medida, de la asistencia gubernamental de emergencia, un mecanismo que, si bien necesario, es ineficiente y no fomenta la autogestión del riesgo.
La convergencia de estos factores incrementa la factibilidad estadística de que cada año tengamos un evento catastrófico con graves implicaciones humanas, de salud pública, en infraestructura y, sobre todo, en el patrimonio familiar. Lo presenciado en las últimas semanas es una advertencia.
Es imperativo que el Estado mexicano convoque a una mesa interinstitucional e incluyente de largo plazo. Este espacio debe trascender los ciclos políticos y contar con la participación obligatoria de expertos, académicos, universidades, el sector asegurador, la sociedad civil organizada y las autoridades de los tres órdenes de gobierno. El objetivo no puede ser únicamente la respuesta inmediata a la tragedia presente, sino la ingeniería de una estrategia de resiliencia de alcance nacional.
Esta mesa debe estar orientada a dimensionar el riesgo real bajo los escenarios más pesimistas del cambio climático y generar planes de acción vinculantes en cuatro ejes: 1. Ordenamiento territorial adaptativo; 2. Fortalecimiento de la resiliencia financiera; 3. Infraestructura con visión de larga duración, y 4. Fomento de una cultura del seguro y la prevención.
La inercia institucional es un lujo que México no puede permitirse. El flagelo natural que, sin lugar a dudas, nos confrontará en 2026, 2027 y los años venideros, exige que las debilidades estructurales se conviertan en pilares de una nueva política pública basada en la previsión y la adaptación. La nueva normalidad es la catástrofe; nuestra única opción es transformarla en resiliencia institucional.