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Perú: golpismo recurrente
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l Congreso de Perú destituyó a la presidenta de facto Dina Boluarte y horas después tomó juramento como nuevo mandatario al hasta entonces titular del Legislativo, José Jerí. La caída de Boluarte fue precipitada por el recrudecimiento de la crisis de inseguridad que padece el país, y se aprobó gracias al voto unánime de los partidos de derecha y ultraderecha que hasta ahora la habían sostenido en el cargo pese a su falta de legitimidad y a los graves crímenes que cometió para afianzarse en el poder a finales de 2022 e inicios de 2023.

El presidente destituido Pedro Castillo, último titular del Ejecutivo elegido en las urnas, denunció que la destitución de Boluarte no es sino una maniobra de las derechas, incluido el fujimorismo, para desmarcarse de una figura sumamente impopular y hacerse con el control del Estado a unos meses de las elecciones programadas para abril de 2026.

En el momento de su caída, la política defenestrada era repudiada por casi 94 por ciento de los ciudadanos, con un pico de 97 por ciento en el sur del país, donde se produjo la mayoría de las víctimas de la represión que dejó 60 muertos y centenares de heridos hace casi tres años, en hechos calificados como ejecuciones extrajudiciales por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y “uso excesivo y desproporcionado de la fuerza” por el relator especial de la ONU sobre el derecho a la libertad de reunión pacífica. Dentro de la nación andina, la fiscalía abrió una investigación preliminar contra Boluarte y varios ministros por presuntos delitos de genocidio, homicidio calificado y lesiones graves. Además, la ex presidenta se caracterizó por escándalos de corrupción, una frivolidad temeraria en medio de un rechazo abrumador a su gobierno, el alineamiento con Washington y la promoción de medidas ultraderechistas ubicadas en las antípodas de las ideas que defendía cuando se encontraba en campaña, con episodios tan regresivos como la ley de amnistía a los elementos castrenses, policías y paramilitares procesados por crímenes contra los derechos humanos cometidos durante la guerra sucia contrainsurgente entre 1980 y 2000.

Sin embargo, los legisladores que pusieron fin al régimen de Boluarte no cuentan con mejores credenciales democráticas ni morales que ella. Además de haberla blindado ante las exigencias de justicia por la corrupción y la represión, fueron autores o cómplices de sus decisiones más lesivas para las mayorías y el interés nacional, por lo que tienen una aprobación todavía menor que la de la ex presidenta, con un respaldo de apenas 1.8 por ciento. Su dirigente ascendido a la presidencia, el conservador Jerí, arrastra acusaciones por una violación sexual que habría ocurrido en enero de este año; se encuentra en desobediencia a una orden de la rama del Estado que él mismo encabezaba, y es señalado por usar su papel en la Comisión de Presupuesto para el cobro de sobornos.

En suma, la caída de Boluarte no representa un triunfo para Perú ni para la democracia, sino un episodio más de las luchas canibalísticas por el poder entre facciones de la oligarquía andina que mantienen al país en una inestabilidad crónica, con siete presidentes de 2016 a la fecha y unas sombrías perspectivas de futuro en las que el fujimorismo aparece como favorito para ganar las elecciones del año entrante. Ni el perfil de Jerí, ni su primera decisión como titular del Ejecutivo, consistente en declarar una guerra contra la delincuencia, auguran nada bueno para un país cuya democracia sólo puede restaurarse con la restitución de Castillo, el juicio a los golpistas de 2022, incluida Boluarte, y un verdadero proceso de reconciliación nacional que supedite a la oligarquía a la soberanía popular.