


n México, cada 19 de septiembre hacemos un simulacro a nivel nacional del terremoto de 1985. A los niños de las primarias sus maestros les anuncian en altoparlantes: “No corro, no grito, no empujo” y los hacen salir en orden de la escuela para llegar a las zonas de seguridad en el patio de recreo. En los altos edificios, los empleados del primer piso pueden bajar a la calle para resguardarse; los de los pisos superiores reciben la orden de subir a la azotea y los de los pisos intermedios se repliegan sobre muros llamados “de carga”, los más resistentes.
¿Sirven los simulacros? ¿Realmente salvan vidas? En el terremoto del 19 de septiembre de 2017, la cifra oficial fue de 230 personas muertas, muchos menos que en el terremoto de 1985, cuya cifra real nunca sabremos porque las defunciones se lloran pasado cierto tiempo y sólo los ricos pagan una esquela en el periódico.
Ante la tragedia, los primeros en responder fueron los chavos de la calle. En todos los terremotos que hemos sufrido, son ellos quienes han demostrado que su capacidad de entrega es ilimitada y linda con el heroísmo. “Necesitas botas” –le dice el que más sabe al que ofrece su ayuda.
Los chavitos de la calle abrazan a su ciudad con la loca generosidad de sus jóvenes años.
–No se asuste, señito, ahorita la sacamos.
El terremoto del 19 de septiembre de 2017 con su magnitud 7.1 se parece al que devastó a la ciudad 32 años antes. El 19 de septiembre de 1985 salieron rescatados de los escombros 4 mil 100 personas, entre ellos varios recién nacidos provenientes de maternidades en las que todas las mujeres de México hemos dado a luz.
En el fatídico 2017, murieron más de 200 personas y sufrimos en la Escuela Rébsamen la tortura del rescate de la niña Frida de la que ya ni siquiera sabemos si es rescate, si se llama Frida, si de veras existió. A la tortura, se añade la incertidumbre. No basta sufrir, también el dolor revienta como un globo en la pantalla televisiva y de un día para otro, se desvanece.
Un terremoto es (entre muchas otras descalificaciones) un descubrimiento. El 19 de septiembre de 1985 el centro de la Ciudad de México fue devastado por un primer sacudimiento aterrador de magnitud 8.1 que se sintió en un área de 800 kilómetros cuadrados a la redonda.
El primer terremoto destruyó 250 edificios, 50 se mantuvieron a duras penas en riesgo de desplomarse, se negó el acceso a mil construcciones totalmente inutilizables, 5 mil heridos salieron a buscar ayuda, mil o más quedaron bajo los escombros. En todo el primer cuadro de la ciudad no hubo luz.
El Hotel Regis, la SCOP con los murales de mosaico de Juan O’Gorman, el Multifamiliar Juárez, la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, Televisa, el Centro Médico, el Hospital General, la Secretaría de Comercio se desplomaron. Maternidades y hospitales, edificios públicos que jamás deberían caerse se hicieron pedazos. En los días siguientes habríamos de enterarnos de que los muertos eran más de los 10 mil especulados o los 6 o 7 mil que declaró el gobierno. La Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) registró 26 mil muertos. Salieron rescatados de los escombros 4 mil 100 personas, entre ellos varios recién nacidos.
¿Por qué recordar ahora todo este horror? Simple y sencillamente porque debemos aprender a cuidarnos incluso de algo tan terrible como un terremoto.
Y he aquí el primer descubrimiento. ¿Quién cuida a los mexicanos? ¿Qué diablos es un asentamiento humano? ¿Dónde están los que mandan y dirigen a nuestro país? ¿Qué haría Claudia Sheinbaum en caso de una catástrofe en México? ¿Cómo la ayudaríamos? ¿Viviríamos un nuevo 19 de septiembre?
Aquel 19 de septiembre de 1985, así como al día siguiente en medio de una nube de polvo que escondía la magnitud del terremoto, no apareció el gobierno, aparecieron los mexicanos más pobres, los de a pie, quienes vaciaron las tlapalerías de picos y palas y se pusieron a escarbar por voluntad propia.
“A ver, compadrito, ¿por dónde dice usted que pasaba su mujer? ¿Por aquí, por esta esquina derrumbada? Venga, vamos a escarbar y le juro que la sacamos con vida”. Los bomberos, los paramédicos, la Cruz Roja fueron más lentos que los boy scouts, más lentos que la gente que iba pasando por la banqueta, más lentos que quien pasa por la calle y de pronto le tiende su mano al otro y con esas manos unidas hace largas cadenas de brazos que quitan una a una las piedras y las levantan y las sacan para buscar vidas entre los escombros.
Fueron los mexicanos más pobres quienes salvaron a México. Las grúas, los tractores, los tanques de oxígeno llegaron después. Las que sí no tardaron fueron las de los puestos en el mercado que llegaron con sus cazuelas de arroz, su altero de tortillas y toda el agua de su generosidad.
Casi 40 mil costureras en los edificios de San Antonio Abad y José María Izazaga, quienes se encorvaban sobre su máquina Singer en más de 200 talleres clandestinos, sufrieron las mayores pérdidas. El Ejército llegó a acordonar los derrumbes con gritos de “aléjense”, “sáquense”, “no estorben”, cuando muchos de los familiares sabían indicar dónde estaban los baños, dónde el pasillo dentro del edificio derruido.
Las costureras fueron las últimas en recibir ayuda. Un mes después los cuerpos sólo eran reconocibles por un anillito, una cadena con una medalla. Evangelina Corona se convirtió en una líder natural y formó el Sindicato de Costureras 19 de Septiembre. En la solemnidad de Los Pinos, se enfrentó al entonces presidente Miguel de la Madrid: “¡No, señor presidente, está usted muy mal informado, las cosas no son como usted las dice!” El gabinete en pleno, estupefacto, miraba a esta pequeña mujer que con sólo decir la verdad, los desafiaba.
¿Por qué recordar los dos terremotos de 1985 y de 2017?
A raíz de 1985 se hicieron nuevos reglamentos de ingeniería para no poner en peligro la vida de los habitantes de los altos edificios en la ciudad.
La pésima construcción en una de las ciudades más pobladas del mundo (20 millones 843 mil habitantes) y quizá la más peligrosa es la causa de la muerte de muchos.
¿Quién controla? ¿Quién regula la construcción en la Ciudad de México? ¿Quién concede los permisos? ¿Quién propicia el caos y la inseguridad? ¿Quién la desigualdad? ¿Dónde los servicios sociales? ¿Dónde la protección a los niños? ¿El cuidado de los peatones? ¿Las rampas, los desniveles, el respeto a los discapacitados? ¿Quién lucha en esta ciudad disfuncional contra la falta de servicios? ¿Quién palía el hambre? ¿Quién pregunta si estás bien? En 1985, llegaron señoras de trenza y mandil cargando 350 cazuelas de arroz, 500 de frijoles, agua, mucha agua, de La Merced, de Tepito, de la colonia Guerrero, de la Bondojito: “A ver, compadrito, vengase pa’ca, lo primero es lo primero y por lo pronto se va a usted a tomar este té y va a ver que encontramos a su gente”.
¿Por qué recordar hoy 19 de septiembre lo que sucedió hace 40 años y luego hace ocho años? Para recordar a nuestros muertos, pero también para enorgullecernos por nuestra entereza. En estos dos terremotos, quienes se la jugaron y están dispuestos a seguir jugándosela son los mexicanos de todos los días, los que atraviesan la calle y salvan vidas. Para ellos, en homenaje a su valentía, es este recordatorio que es muy inferior a su nobleza.