l parecer, la mayoría de las controversias por las que atraviesa Estados Unidos en la actualidad se inician en el escritorio del presidente Donald Trump, e inevitablemente se extienden como rémora a todos los ámbitos de la vida en esa nación y frecuentemente al mundo entero. Una de las más recientes se gestó cuando el presidente ordenó a los legisladores republicanos en Texas rediseñar el mapa electoral con la finalidad de ganar cinco escaños en la Asamblea de Representantes de EU. Trump aseguraría así que su agenda de cambios fuera aprobada por sus congéneres del Partido Republicano, y seguir en su ruta de alterar los cimientos y las bases jurídicas sobre los que se sientan instituciones e historia del país.
La modificación en el mapa electoral en el estado de Texas, aprobada por la mayoría republicana y firmada por el gobernador, también republicano, abre un capítulo inédito en el proceso electoral y amenaza en contaminar el mapa electoral de todo Estados Unidos. No es nueva la medida conocida como gerrymandering, consistente en redibujar los límites de los distritos electorales con la finalidad de beneficiar a uno u otro partido político. Su historia data de 1812, cuando a un legislador del estado de Massachusetts se le ocurrió la idea de alterar el mapa distrital en esa entidad para favorecer al partido Jeffersoniano. Con el transcurso de los años, la medida se ha repetido en diferentes ocasiones y estados con el mismo fin. Hay dos diferencias con lo que sucede en esta ocasión: la primera es la intervención directa del presidente maniobrando para que, a toda costa y sin importar las formas, su partido conserve la mayoría en el Congreso; y la segunda, la forma en que el partido demócrata ha reaccionado para neutralizar un ataque en su contra, y lo que es más grave, que desde la más alta magistratura se trate de rasgar el proceso electoral que ha subsistido durante años.
La contraofensiva demócrata la hizo Gavin Newsom, gobernador del estado de California, quien respondió al presidente y a los legisladores texanos con una medida similar, redefiniendo también los distritos electorales en ese estado. Le permitirá al Partido Demócrata ganar igual número de distritos electorales en la Cámara de Representantes. Lo que sucede es que en otros estados se instrumente una medida similar, y a final de cuentas el proceso electoral en todo el país se desnaturalizará, profundizando aún más la división y animadversión entre demócratas y republicanos. Será muy difícil llegar a acuerdos para establecer normas electorales imparciales en la que uno y otro partido tengan iguales oportunidades para integrar los órganos de gobierno.
Todo este desaguisado comenzó, vale repetirlo, en el escritorio de quien debiera ser el metro de la cordura en la conducción de la nación. En este contexto, no se puede ignorar un peligroso antecedente: Trump se negó a admitir haber perdido la elección en 2020, e incluso alentó un golpe de Estado. Durante los siguientes cuatro años en que Joseph Biden gobernó, Trump utilizó todos los medios a su alcance para denostar a Biden y acusarlo de usurpar la presidencia. Con ese telón de fondo, será difícil que hoy ceda en su meta de ganar cualquier elección a toda costa y que, de perderla, actué de la misma manera.
Lo curioso es que ahora se pretenda poner el acento en respetar la moralidad y la ética política y jurídica cuando es evidente que, si algo ha estado ausente en estos meses de gobierno son precisamente esos valores. Se puede constatar fácilmente cuando se advierte la forma en que Donald Trump, su gabinete con la aquiescencia de su partido han destruido una tras otra las instituciones que le daban solidez a la nación.
Después de ver la comparecencia del secretario de Salud en el Senado de EU, defendiendo su proyecto en contra de las vacunas, sólo queda preguntar ¿qué morirá primero, la democracia o la sociedad estadunidense que sigue la recomendación de ese personaje?