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Los padrinos
C

anta Antonio Machado: “¡Qué importa un día! Está el ayer alerto / al mañana, mañana al infinito; / hombres de España, ni el pasado ha muerto, / ni está el mañana –ni el ayer– escrito”.

¿Cómo será ese sicoanálisis transparente, puro, que unos soñamos que perviva a pesar de cualquier vicisitud? Una y otra vez estará dividido y escindido. Ese es su signo, dividido, como nosotros.

“Un borbollón de agua clara, debajo de un pino verde / eras tú, ¡qué bien sonabas! / Como yo cerca del mar, / río de barro salobre / ¡sueñas con tu manantial!”

Don Quijote loco es el hombre que duerme y sueña en todos nosotros. Ha de morir, sí, pero para renacer a cada instante, a cada palabra. Don Quijote está vivo para una corriente sicoanalítica, pero muerto para otra. Uno de estos sicoanálisis quijotescos no se expone por lógica inductiva, no es científico, ni deductivo, ni surge de silogismos, sino del inconsciente a cuyo fondo nunca llegaremos; es el ombligo del soñar, misterioso y promotor de esa locura que otro tipo de sicoanálisis pretende cubrir. Ombligo del sueño, lugar en que los hilos del sueño se aposentan en el “no sentido”.

Jacques Derrida, con quien me vuelvo a encontrar aquí, tiene razón: el perdón se dirige a lo imperdonable o no es. Es incondicional, sin excepción ni restricción. No presupone una petición que de perdón: “No se puede perdonar o no se debería perdonar; sólo hay perdón –si hay–, allí donde hay algo imperdonable.

Jacques Derrida piensa en “todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de excusas que se multiplican en la escena geopolítica desde la última guerra y, de modo acelerado, desde hace algunos años”. Ahora bien, gracias a estas escenificaciones, se difunde de modo no crítico el lenguaje abrahámico del perdón. ¿Qué sucede con el “espacio teatral” sobre el que se representa “la gran acción del arrepentimiento”? ¿Qué sucede con esta “teatralidad”? Me parece que se puede adivinar aquí la existencia de un fenómeno del abuso comparable a aquellos que hemos denunciado repetidas veces en esta obra, ya se trate del presunto deber de memoria o de la era de la conmemoración: “Pero el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o la torpe imitación participaron a menudo y se invitan como parásitos en esta ceremonia de la culpabilidad”.

Que la noción de crimen contra la humanidad y la pederastia sigan “en el horizonte de toda geopolítica del perdón” constituye, sin duda, la última prueba de esta vasta discusión. Por mi parte, formularé de nuevo el problema en estos términos: si existe el perdón, al menos como himno –como himno abrahámico, si se quiere–, ¿hay perdón para nosotros? ¿Algo de perdón? O hay que decir, con Derrida: “Siempre que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque sea noble y espiritual (rescate o redención, reconciliación, salvación), siempre que tiende a restablecer la normalidad (social, nacional, política, sicológica) mediante el trabajo del duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el ‘perdón’ no es puro –ni su concepto. El perdón no es, ni debería ser, ni normal ni normativo ni normalizador. Debería seguir siendo excepcional y extraordinario, a prueba de lo imposible: como si interrumpiera la corriente ordinaria de la temporalidad histórica”.