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La política y los políticos, una reivindicación de la ciudadanía
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o existen políticos profesionales: hay ciudadanos que asumen responsabilidades públicas. Defienden proyectos de sociedad o gestión, que van del interés general al beneficio privado. Por consiguiente, la contradicción capitalismo-socialismo, bajo la vertiente derecha e izquierda, sigue vigente y es válida a la hora de calificar las decisiones de quienes nos gobiernan.

La política consiste en disputar espacios de poder en un campo de fuerzas que oscila de un lado a otro del espectro ideológico. Sin embargo, esta definición se ha cuestionado al generalizarse un sentimiento de rechazo y desprecio hacia quienes participan activamente de la política. Varias son las causas; entre otras, los casos de corrupción, la compra y venta de votos favoreciendo lobbies y conglomerados empresariales y el apego al cargo por encima de cualquier objetivo político. Y por si fuera poco, el proceso de despolitización que acompaña la acción de los gobiernos liberales y del cibercapitalismo.

Si nos centramos en los partidos de izquierda, se les reprocha contar con una escasa representación de la clase obrera y trabajadora entre sus diputados y senadores. Ni qué decir en la derecha, en la que su ausencia constituye un sello de identidad. Hoy en la política priman profesionales con título universitario: abogados, politólogos, arquitectos, economistas, médicos, y un largo etcétera de licenciados. Resulta común encontrar en campañas de futuros diputados, senadores y alcaldes hacer gala de doctorados y másters y hablar varios idiomas, a fin de justificar lo idóneo de su candidatura. Pero hacer política no guarda relación con méritos académicos, sino con la militancia, el compromiso, la honradez y los valores éticos que vinculan la palabra dada con los hechos realizados. Y esa cualidad no depende de la cantidad de doctorados o de ser políglota, sino de la coherencia y los principios. No pocos “políticos” se han visto obligados a dimitir por falsear sus historias de vida, lo cual genera desafección y rechazo.

Pensar la política como una oportunidad para obtener dádivas se extiende. Los casos de enriquecimiento personal, sobornos y cobro de comisiones son hándicap difícil de superar. Sin embargo, a pesar de la corrupción, el cohecho y el tráfico de influencias, son miles los representantes electos en ciudades, pueblos, aldeas que ejercen su labor honestamente, más allá de sus posiciones partidistas. La mayoría no lucran ni se benefician de sus cargos.

Algunos ejemplos: en España, tras el golpe de Estado de 1936, representantes políticos de la derecha republicana levantaron la voz para defender el orden constitucional, acabando en el exilio o frente a un pelotón de fusilamiento. Y como caso ejemplar, el ex secretario general del Partido Comunista, fundador de Izquierda Unida y portavoz en el Congreso, Gerardo Iglesias, quien salió de picar carbón en la mina de Pozo Polio, Asturias, y se reincorporó como picador. Trabajó hasta ser dado de baja por una hernia discal. En silla de ruedas, su vida sigue. Ni lucró ni mutó en comentarista político o se hizo empresario de medios de comunicación o aprovechó su tirón para hacer dinero.

Otro caso: Marcelino Camacho, fresador, fundador y secretario general de Comisiones Obreras, diputado en las Cortes Constituyentes, vivió en la misma casa y nunca renegó de su condición de trabajador. Otros diputados, alcaldes, senadores, ministros de diferentes colores políticos volvieron a ejercer su profesión, a seguir con su vida, sin abandonar sus convicciones. Dejaron de ir en las listas electorales.

Pensar en los políticos como personajes mediáticos ajenos a la realidad social se ha vuelto una moda peligrosa. Es común, en todos los ámbitos de la vida cotidiana, escuchar: “los políticos viven alejados de los problemas de la población”; “no saben el precio de los alimentos y acuden al mercado sólo para las campañas electorales y sacarse la foto”; “los políticos no hacen nada”; “los políticos cobran grandes sueldos y trabajan poco, son unos vagos”; “los políticos constituyen una casta”; “a los políticos sólo les interesa su poltrona y no escuchan”. En definitiva: “los políticos son todos iguales”. La antipolítica cobra cuerpo.

Sí los políticos son todos iguales, ¿qué sentido tiene participar? La desafección democrática y los altos índices de abstención se encuentran entrelazados a dicha afirmación. La distancia entre el poder político, independientemente de quienes gobiernen, y la ciudadanía se profundiza. Y en este campo de condiciones, es fácil que surjan salvadores de la patria. Y como suele suceder, el malestar social tiende a ser administrado por caudillos xenófobos, racistas, negacionistas de extrema derecha; cuando no por mesías del “sí se puede” que buscan asaltar los cielos y acaban como un azucarillo en el café, diluidos, llorando su mala suerte. Ambos comparten una cualidad: son demagogos.

Y así llegamos al presente, en el que la esperanza por construir una sociedad más justa, igualitaria y democrática se esfuma. La falta de utopía es la antesala para el nuevo totalitarismo, se apellide o no fascismo. Bukele, Milei, Trump, Meloni o Noboa son ejemplo. Es obligado volver a pensar la política como práctica ciudadana. De lo contrario, estaremos en manos de Führers, sean del color que sean.