Política
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¿De qué serán capaces? (en respuesta a Krauze)
E

n una reciente nota de opinión, Enrique Krauze sostiene (sin más recurso analítico que una forzada analogía con la novela 1984, de George Orwell) que México se encuentra bajo la amenaza de un régimen totalitario. A simple vista, la utilización recurrente de la palabra totalitarismo en referencia a los cambios políticos y sociales que presencia nuestro país desde 2018 –además de sorprender, si consideramos la trayectoria intelectual del autor– constituye un abuso del vocabulario más elemental de la teoría política. Recordemos, en primer lugar, que la noción de totalitarismo no describe solamente una manifestación extrema del autoritarismo. El totalitarismo, si seguimos a Hanna Arendt, es una nueva forma del quehacer político de la modernidad que se origina en Occidente durante el siglo XX y que se encarna, de manera paradigmática, en los regímenes de Hitler y de Stalin. En ellos, la aspiración fundamental residía en ampliar el control del Estado a todas las esferas de la vida humana, al grado de disolver las fronteras entre la esfera pública y la privada. El totalitarismo es un proyecto político que articula de manera precisa dos movimientos: por un lado, el despojo de derechos sobre ciertas poblaciones a la vez de que la ampliación de privilegios de otras, con la consecuente destrucción de la convivencia democrática en la esfera pública.

Obviemos que siempre hay desacuerdos y disputas en torno a la dirección y el sentido de cualquier proyecto político, en este caso, el de la Cuarta Transformación. La crítica solamente es virtuosa cuando está comprometida con la verdad. Sin embargo, el abuso de los términos teóricos compartidos, sin sustento teórico ni metodológico, resulta siempre sospechoso de ignorancia, en el mejor de los casos y, en el peor de ellos, de mala intención política. Es dudoso que los ciudadanos mexicanos de a pie consideren que están viviendo bajo un régimen político que los oprime de la manera en que el estalinismo lo hacía en la extinta Unión Soviética, o que se encuentren perseguidos (y privados de su ciudadanía, por ejemplo) como los judíos bajo el régimen nazi.

Vale la pena recordar, en este contexto el uso también malicioso que Jeane Kirkpatrick –la embajadora anticomunista ante Naciones Unidas durante la presidencia de Reagan– hacía de la noción de totalitarismo. Su argumento establecía una distinción entre totalitarismo y autoritarismo para justificar el apoyo de Estados Unidos a las dictaduras cívico-militares genocidas de América Latina. Estas últimas, de acuerdo con ella, servían de dique de contención del comunismo al tiempo que conservaban la oportunidad de cambiar a uno democrático, ya que, supuestamente, no avanzaban sobre el ámbito privado (intimidad de los individuos y el mercado). Por el contrario, los regímenes totalitarios (léase comunistas) eran insalvables y debían ser combatidos, ya que no tenían ninguna posibilidad de devenir democráticos, porque ya habían asimilado todo espacio social. Este uso siniestro de la palabra totalitarismo para solapar el autoritarismo (en sentido estricto totalitario) nos ayude, tal vez, a dimensionar opiniones que, como la de Krauze, recurren sistemáticamente a usos espurios del vocabulario de la teoría política. Disimulan el secreto inconfesado de ser parte de la intelligentsia de un sector político-social que es capaz de preferir una dictadura con tal de combatir aquello que aborrecen: un proyecto político que apunta a la justicia social o, en otras palabras, a la realización de los derechos de las poblaciones más desprotegidas y vulneradas que habían abandonado los gobiernos anteriores. La analogía con la novela de Orwell que, sin anclaje en el contexto mexicano actual, cuestiona un proyecto legítimo, democrático y popular, tiene por objetivo en realidad defender, con nostalgia, un tipo de institucionalidad excluyente que otorgaba a su propia clase un lugar protagónico dentro del discurso político del Estado.

Al final de su nota, Krauze hace un llamado a la organización de una oposición, pero, dada la malicia política de sus argumentos, nos preguntamos: ¿qué tipo de oposición quieren organizar?, ¿una oposición democrática? O, con tal de revertir la ampliación de derechos que va en curso y retornar a un sistema de privilegios, ¿una oposición que justifique un proyecto político autoritario? Porque sólo se puede desandar un proyecto político transformador como el actual con represión y persecución política. Los casos de Milei en Argentina, Bolsonaro en Brasil y Trump en Estados Unidos así lo demuestran. Nos surge entonces la duda: ¿de qué van a ser capaces en 2030?