odo comenzó cuando la del 9 permitió que sus falderos orinaran los rines cromados de la camioneta de la del 4, a quien detestaba irracionalmente. La del 9 negó los cargos. Y si sí, no fue a propósito, dijo. Mas para eso hay cámaras, y clarito se veía cómo la señora jalaba recio a sus perritos hacia el camionetón del año y los ponía a mear allí. La sanción vecinal, simbólica, enfureció a la del 9 por puro orgullo, y la siguiente vez vació la bolsita de caca de sus perrículos en el tapete del pasillo principal. Ante la falta de reacción general, la del 9 repitió la Operación Mierda sobre el tapete de su enemiga del 4.
Lo siguiente fue una demanda ante la Procuraduría de Asuntos del Hogar por contaminación hostil de la propiedad. Los vecinos aportaron pruebas. La del 9 contrademandó. Entraron en escena los abogados. La cosa tomó tintes políticos, pues la del 9 simpatizaba con un partido, y la del 4 con otro. En otro tiempo, cuando se hablaban, la del 9 solía insultar a su vecina.
Acudió al partido de su preferencia, que gobernaba la circunscripción, habló con su diputado y éste llamó desde la tribuna del Congreso a envenenar a las mascotas del partido opuesto. Al parecer, la idea fue de la del 9. Se incendió la pradera. Las primeras defunciones fueron televisadas. Luego era tanto perro muerto que se volvió un tema de salud pública. La masacre de gatos fue menos visible, ocurría en patios y azoteas. No faltó quien lanzara bisteces con estricnina a las ventanas abiertas.
Los medios masivos ladraban y ladraban, pero eran los fanáticos los que mordían. La gente dejó de sacar a sus perros. A los gatos les cerraron las ventanas, pero ya ven cómo son, muchos escapaban para no volver, o hacerlo en las últimas. Hubo intentos de negociación, la lucha se extendía como pólvora. Uno y otro bando bloquearon avenidas mostrando sus animalitos exánimes, si no es que ya tiesos. Asaltaban clínicas veterinarias y tiendas especializadas. La cosa se salió de control cuando la ola de violencia alcanzó a periquitos de Australia, tortugas, hámsters, iguanas, ajolotes.
Se suscitaron escenas grotescas. Una turba ocupó un acuario para romper a batazos los vidrios de las peceras. Saltaban moribundos los pobres peces, que qué culpa tenían de la militancia política del dueño, y fueron pisoteados con saña. Las turbas blandían banderas y garrotes detrás de perros despavoridos arrastrando la correa. Amanecían gatos con collar ahorcados en los cables de teléfono. A un señor por el Ajusco le mataron dos caballos.
La gente estaba irreconocible, furiosa, sedienta de venganza. El duelo por la mascota propia se tornó en odio a las del enemigo. Pasaron del veneno a procedimientos de mayor contundencia. Resultó que los domicilios guardaban muchas más armas de las registradas. Intervinieron los bomberos, las policías, las fuerzas armadas; no faltó quien les envenenara los binomios caninos.
Se temió la extinción de los animales de compañía y hasta ferales, pero antes de que esto ocurriera, una noche mágica los animales hogareños desaparecieron. Se fueron. Sólo los perros y gatos de plano encerrados tuvieron que quedarse. Los pájaros enjaulados suspendieron sus cantos, los loros enmudecieron y la gente dio en soltarlos a pesar de lo incierto de la vida libre para canarios y cardenalitos en cautiverio. Las gallinas dejaron de poner y en las zonas rurales a las vacas se les secaron las chichis.
Los bandos de gente se encontraron de pronto sin mascotas qué asesinar. Confrontaron miradas, desquiciados. Perdieron la paz, la figura. Se dieron cuenta. Los invadió un remordimiento sin alivio posible. Una bola de asesinos, eso se sintieron, añorando el paseo vespertino y la recolección virtuosa de las heces, el cambio de los areneros, la limpieza de acuarios y peceras. Y lo peor, sin un chucho o bicho que apapachar. Qué tristeza los invadió, sin fuerza para golpearse entre sí. Sobrevino el miedo.
Se habló de que perros, gatos y diversas especies se refugiaron en los bosques y las faldas de los volcanes. Que se adiestraban en técnicas de guerrilla preparando la revancha. Que recibían fondos de oenegés alemanas y británicas (lo cual era falso). Que los chinos estaban detrás de todo. Que Estados Unidos planeaba intervenir militarmente para proteger los derechos de las razas de perros de origen europeo; ni xolos ni pequineses estaban en su lista, y ofrecería asilo a los perros, gatos y caballos que tuvieran pedigríes en regla.
Las mascotas no planeaban regresar. El campo les sentó de maravilla. Recuperaron habilidades atávicas de cacería y adaptación a los elementos. Abandonaron a la humanidad. La gente quedó sin perro que le moviera la cola o le chillara tiernamente. Desolados, los antiguos poseedores de gatos dieron en arañarse ellos mismos. Los partidos políticos se lanzaron acusaciones mutuas sin consecuencias legales. Hasta las palomas, los zanates y los gorriones desertaron de calles y parques. Sin competidores ni depredadores, sólo permanecieron las ratas, tan a gusto entre nosotros.