Opinión
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Final de batalla
A

una semana de la elección del Poder Judicial, la oposición se embarca en una tentativa postrera: no desea, con su voto, legitimar la elección. A renglón seguido y arropados en su arrogante postura de opinócratas, incitan a no votar a sus seguidores. Las numerosas etapas del proceso reformador que se fueron sucediendo, paso a paso, durante meses de acaloradas disputas, parece que, sus continuos fracasos no mellaron su entusiasmo. La reforma judicial, necios señores, ya está por demás legitimada: inscrita en la Constitución. Es una ley aprobada por la mayoría calificada del Congreso mexicano y un abrumador apoyo ciudadano. No requiere de su aportación para quedar, como quedó, asentada en la historia de la actualidad. El día domingo venidero sólo se constatará la, ya bien expresada (ver encuestas), ­voluntad ciudadana.

Innecesario es nombrar, uno a uno los pasos dados para testificar que la disputa ha sido zanjada con solventes argumentos y números. Tal parece que no han aprendido de sus otras abstenciones que los pusieron ante la evidencia de su estrecha visión. Sólo podrán solicitar, de nueva cuenta, que se les otorgue el respeto debido como activa o pasiva minoría. Lo cual tienen asegurado. No hay, ni habrá, descuido u olvido de este derecho inalienable a ser escuchados en sus alegatos permanentes que difunden con sobrada libertad. Otra cosa, muy distinta, es obtener el respeto por sus razones, llamados, corajes y retobos. De esto han dado magníficas exhibiciones ante el respetable.

Desde los primeros tiempos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se solicitó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que se ­embarcara en una reforma integral del Poder Judicial. El lamentable estado en que se encontraba esa institución lo pedía a gritos. Durante la presidencia del ministro Zaldívar se hicieron los primeros intentos. No progresaron y se cayó en el olvido, al constatar la desidia y franca negativa de los atrincherados grupos de poder internos. Un olvido que les permitió continuar con su bien aceitada manera de ejercer sus funciones, siempre bajo sospecha.

La ministra Piña, una vez instalada en la cúspide de la SCJN, no sólo se desentendió del llamado de AMLO, sino que inició militante esfuerzo por anular toda tentativa reformadora. Desde su influyente asiento dictó consignas, solicitó aprobaciones, asistió a cenas nocturnas y movió influencias para que nada se moviera en la dirección solicitada. Nada ha variado en su ánimo y tarea desde entonces. Tal vez su talante ha sido reforzado por las sucesivas contrariedades que fue sembrando en la accidentada –aunque inútil– ruta que trazó. No escatimó momento alguno para seguir añadiendo obstáculos y juntando aliados para sus disidentes propósitos. Incluso se llegó a incurrir en francos delitos al sobrepasar sus marcadas atribuciones como ministra. Se situó, también, al frente de un grupo de sus compañeros ministros y magistrados que la reforzaban con opiniones y votos.

Ante tal disposición a sabotear la indispensable renovación, no sólo de buena parte del amafiado personal judicial, sino de su misma conducta ética y solvencia profesional, cuestionables sin duda, los marcaba ante los ojos ciudadanos. El Ejecutivo federal asumió, entonces, su responsabilidad ante la nación. El Poder Judicial se sometería a cirugía integral mediante profunda reforma constitucional. El método de elección de los jueces se dejaría a cargo de los ciudadanos en una innovación inédita mundial. Otras innovaciones drásticas fueron adoptadas y, con ellas, se presentó ante la ciudadanía la propuesta respectiva. Se dio el valiente paso de diseñar una reforma integral de recambio total de funcionarios y nuevos cuerpos de control. El voto del pueblo sería el gran elector. Ya no se dejarían las designaciones de jueces, magistrados o ministros, al rejuego de consignas partidarias, presidenciales, grupales o de intereses, tal como sucedía.

El reclamo opositor fue inmediato. Se perdería la independencia y daría pie al control gubernamental y partidario. Se tendía a un gobierno autoritario que pondría bajo su mando al Poder Judicial, completando así su afán de autócrata, exclamaron al unísono los críticos de siempre. Se dio paso, desde la cátedra conservadora, a un calificativo adicional: se viaja hacia una dictadura. Y ahí, en ese amenazador concepto, se han estacionado sin recular ni tantito. Aunque el trasteo democratizador continúe y apele a esa consciente voluntad modernizada del pueblo.

La trasformación de la estructura básica de la nación exige su continuidad. El balance de poderes tendrá una mejor oportunidad de procesar las muchas diferencias en beneficio de la sociedad mexicana. La renovación de poderes quedará concluida. Seguirá la larga marcha hacia el futuro.