Opinión
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Ay, Gaza: un mapa en el cielo
H

oy vi en el cielo las costas del mar Mediterráneo, tan entero como el cielo mismo. Primero me fijé en las islas del mar Egeo, que son tantas y con nombres tan hermosos y antiguos: Samotracia, Milos, Skiros, Andros, Mikonos, Lesbos, Patmos. Reconocí las Cícladas tan Paros, tan Naxos, tan Amorgos. La disgregación griega retaba al mapa núbeo, con sus costas salpicadas de ágoras y templos donde en un tiempo lejano la realidad fue descrita y explicada con la claridad más plena. En la niebla fina del nuberío flotaban velos rápidos y ligeros, pasando por Rodas, mientras al norte de Corinto se armaba una sola nube monumental de forma inabarcable, un cúmulo condenado a ser la Europa condenada por sus propios crímenes. Permanecían nítidas en cambio las costas de Dalmacia y la entera península itálica en una inspirada prolongación de la nube mayor. Lástima que un velo de cirros sueltos ocultara el oro y verde de Palermo.

Merced a los densos cúmulos, la línea costera conservaba la realidad geográfica de ese mar tan raro, cerrado y, sin embargo, dilatado que puede contener la Odisea y la Eneida varias veces, en todas las escalas imaginables desde su fondo de saco fenicio en Palestina, a lo largo de todos sus estrechos y los mundos adriáticos y ligures, los golfos de Génova y Venecia, el inconveniente francés (otro más) repartido entre Córcega y Cerdeña, en línea incierta con las Baleares al oeste, reinas de cuerpo dorado y desnudo, desdeñosas del gorro frigio que les tiende el golfo de Lyon. En la playa de Ventimiglia habían rodado duros cantos sin arena ni destino, lecho nocturno para migrantes africanos y del Medio Oriente. La línea costera que llaman Azul se arrinconó en las Cataluñas, casi choca con su confín en el golfo de Valencia, para escurrir hacia el vergonzoso estrecho, dejando antes en Málaga a la niña de sus ojos.

Estaba yo lavando los trastes frente a la ventana de la cocina. Dos pilas de platos y peroles sucios exigían el agua de mis manos, la esponja espumosa de jabón que arranca a conciencia la grasa y los pecados de la carne. El cielo sobre los edificios me mostró la geografía mediterránea como en un salón escuela. Planteó acertijos, exigió cuentas, puso trampas mnemotécnicas, apeló a lecturas y visitaciones mágicas y tremendas. Propuso tumbas y poemas, inició batallas y las dejó atrás para que, Troyas, ardieran cuantas veces hiciera falta las espadas pulidas por las olas contra los pedregales como las Calanques cerca de Marsella, o embistiendo los acantilados de Sête y Port Bou en la esquina donde yacen mis amigos muertos.

Podía volver la vista, de derecha a izquierda y viceversa, como si tuviera colgado en un muro el mapa de todo ese mar de mares enclaustrados y enfrentados. La costa magrebí asomaba sobre los edificios cercanos, sostenida en azoteas y jaulas de tendedero, abierta a un centro azul más azul que el celeste habitual, más cálido. Rodeé para seguir costeando. Infames, Ceuta y Melilla parecían tender sobre las aguas un muro de alambradas. Se impuso orar de Orán en adelante, rozando Argelia, que es mucho, y rodear huidizamente el golfo de Túnez hasta otro más de los golfos en el arenero interminable de Sidra. Hice votos por que El Izkandarîya (Alejandría) repusiera sus faros de cordura donde lo permitieran las nubes que amagaban con disipar las costas de lo real y con ellas el constantino fervor de Cavafis.

Me apresuro a leer las nubes que quedan. Corro la vista sobre el desierto del Sinaí. Y aunque deseo seguir y llegar a Siria, a la bella Creta y a Estambul por el Bósforo, algo terrible se desencadena a mi derecha, en el confín oriental, y me interrumpe. El extremo del paso asiático aparece minado, oscuro, y sangra. La costa ennegrece, pesada como el plomo de los fuertes que obedecen a dioses furiosos blandiendo las armas que bendijo el diablo. La costa es roja y rota, estalla hecha pedazos en Gaza, que es apenas una franja, una uña del gigante. Una herida interminable desangra el atardecer y lo hunde en esa confusión de formas antes de la lluvia. Ay, Mediterráneo. Ay, civilización occidental que matará hasta morir. Y yo en las nubes.

Atacado del amok malayo que popularizara Rudyard Kipling en El hombre que sería rey, hoy el hombre blanco arrasa el extremo oriente del Mediterráneo, su cul-de-sac, y mata con ira ciega. Eso significa amok (meng-amok en malayo). Y “correr amok”: perder la chaveta con violento frenesí y matar, matar. El relato de Kipling es cínico, picaresco, si bien colonialista como de costumbre en el autor, y sucede en otras latitudes de Asia. Existe una versión cinematográfica dirigida por John Huston (quién, si no) con Sean Connery, Michael Caine y Christopher Plummer.

Soplan aires húmedos contra la ventana de la cocina. El espectáculo de las nubes huye despavorido. Del sobresalto rompo un plato sopero. Me corto la mano. Dejo de lavar. Sin cortina ni persianas que correr, veo endurecer al cielo y devorar Gaza y todo. Y yo sangrando. Ay, Palestina.