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El futuro
E

l futuro como proyecto político se plantea constantemente de modo implícito en una sociedad. Pero en ciertas ocasiones se manifiesta explícitamente, y no sólo eso, sino incluso de manera contundente. Esto es particularmente observable en periodos de giros sustanciales en la dirección que toman los gobiernos, los partidos políticos, los grupos de poder, las ideologías y la dinámica de la sociedad. Se aprecia cuando se impulsan transformaciones estructurales o sistémicas que alteran los patrones económicos, comerciales y financieros, cuando ocurren transformaciones notorias en el campo de la tecnología, cuando estallan las guerras que alteran radicalmente las pautas de la convivencia a escala nacional o global. En ese lugar estamos.

El politólogo Jonathan White hace un planteamiento al respecto en su libro El largo plazo: el futuro como una idea política. Una consideración central se refiere a la democracia. Según lo plantea White, la democracia está orientada al futuro y se autocorrige: los problemas de hoy pueden resolverse, según nos dicen, en las elecciones de mañana. Pero los grandes asuntos que enfrenta el mundo moderno –el colapso climático, las pandemias, hasta la recesión económica o la guerra– cada uno de ellos nos lleva aparentemente al borde de lo irreversible. La pregunta es: ¿qué pasa con la democracia cuando el futuro ya no parece abierto? Una autodenominada democracia, pero sin competencia y sin un entramado institucional que la sostenga, deja de serlo en términos funcionales y, con ello, se afecta el futuro como posibilidad política.

Para White es relevante la manera en que las creencias acerca del futuro configuran las expectativas sobre quién debe tener el poder, cómo debe ser ejercido y con qué propósitos. Argumenta que: “el surgimiento de la democracia moderna en Europa coincidió con nuevas formas de pensar sobre el tiempo. En los siglos XVIII y XIX las ideas emergentes sobre un futuro que podía ser distinto del presente y susceptible de influencia estimuló la participación masiva en la política. Los movimientos de la izquierda plantean el futuro como el lugar de los ideales y los ismos, como el socialismo o el liberalismo sentaron las bases para encontrar una causa común”. Por otro lado, los autoritarios han usado el futuro para pacificar a la gente y mantener el poder fuera de sus manos. El remate del argumento es relevante: proyectar la democracia, la prosperidad y la justicia hacia el futuro es una manera de conseguir la aceptación de su ausencia en el presente.

Si la idea del futuro es un proyecto político, debe preguntarse quién tiene control sobre el mismo, lo que de alguna manera remite a la naturaleza de un sistema democrático, mucho más allá de sus rasgos más inmediatos como pueden ser las elecciones o la separación de los poderes.

¿Cómo se va imponiendo una visión del futuro como proyecto político? Esta cuestión está en el centro de los debates sobre la organización social y su control. Una postura radical al respecto es la planteada desde hace más de dos décadas por Peter Thiel: pienso que la política es demasiado intensa. Por eso soy un libertario. La política hace que la gente se enfade, destruye relaciones y polariza las visiones de las personas; el mundo es nosotros contra ellos; la gente buena contra la otra. La política es interferir en la vida de los otros sin su consentimiento. Thiel promueve la idea de que la auténtica libertad humana es una precondición para el bien mayor. Por eso está en contra de los impuestos confiscatorios, los colectivos totalitarios y las ideologías.

Thiel no cree en la competencia económica porque gasta mucha energía, promueve la imitación y produce fricciones al consumir recursos que son escasos. La solución para él está en el progreso vertical de la tecnología y los monopolios creativos que pueden planificar a largo plazo. Los ingenieros deben ir por delante de los banqueros y de los abogados. Hacen falta fundadores de un nuevo orden que se parezcan a las monarquías feudales pero que son los únicos capaces de promover los avances en la sociedad, una plutocracia tecnológica. Quisiera vivir en un mundo donde no hubiera política, afirma.

En un artículo publicado recientemente en The Guardian, Naomi Klein y Astra Taylor señalan que el movimiento para crear ciudades Estado ha propuesto la noción de que los ricos, adversos a pagar impuestos, deben formar sus propios feudos de alta tecnología, ciudades libres, como las denominan. La idea es que hay un derecho de los ultrarricos para abandonar las obligaciones de la ciudadanía, en especial los impuestos y las regulaciones, para conformar espacios libres de naturaleza hipercapitalista, protegidos por mercenarios privados, servidos por robots con inteligencia artificial y financiados por criptomonedas; territorios soberanos situados en islas, o la colonización de los océanos y del espacio. Una manera de control del futuro político.