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Afinar la vista, templar el oído
 
Periódico La Jornada
Sábado 10 de mayo de 2025, p. a12

El nuevo libro de Ramón Andrés detiene el mundo para volverlo a echar a andar, una vez afinado. Se titula Despacio el mundo y es un compendio de sonidos, todos aquellos que habitan óleos desde hace siglos. La idea que le da vida es fascinante: atrapar el éxtasis del músico en el momento en que afina su instrumento. Es un instante sagrado, una epifanía.

He dicho en muchas ocasiones que no sé si me gustan más los ensayos que los conciertos. Lo que sí sé es que en el momento en que salen los músicos comienza una sinfonía del ordenado caos, una bendita catástrofe de sonidos, una retahíla de sonares.

Cada uno de los músicos repite las frases que más trabajo le ha costado durante los ensayos, de entre las obras que conforman el programa de la noche. En el momento en que entra el concertino, se hace un silencio en cámara lenta, como una locomotora que tarda en frenar, para que el primer violín lance el dedo índice hacia el oboe, y éste entone la nota la y sección por sección todos afinan, o bien, si lo que está por sonar es un concierto para piano y orquesta, el primero de a bordo percute repetidas veces la tecla la, para que todo sea silbido grueso como un bosque encendido por la luz del amanecer.

Cuando comienzan los conciertos de rock ya todo ha comenzado horas antes, durante esa ceremonia íntima en un estadio vacío que se denomina sound check e instantes antes de que salgan los músicos, los ujieres, generalmente de pantalones cortos y pelo largo recogido con ligas, ya afinaron los instrumentos que esperan a sus dueños en sus portavasos, que es el equivalente a un portainstrumento, generalmente eléctrico y de cuerdas.

Los conciertos de Pat Metheny son lo más sagrado que existe al respecto. Nunca olvidaremos la noche de noviembre cuando en el teatro Metropólitan se hizo bolita abrazando su guitarra acústica durante los venturosamente interminables primeros instantes de la velada, mientras tentaleaba, hurgaba, decía sin decir, porque el concierto cabalmente estaba apenas por comenzar.

Afinar un instrumento es un acto íntimo. Es como vestirse. Una a una cada prenda va completando el atuendo que habremos de lucir la jornada entera.

Si afinamos una guitarra, nuestro oído se acerca al encordado en un gesto semejante al de los protagonistas de El beso, de Gustav Klimt.

Si un violonchelo, los sonidos nos estremecen. El piano ya fue tarea de un afinador profesional. Un corno francés amerita humedecer su boquilla y hacer correr aire calientito por su sistema circulatorio, literalmente circular.

Templar una cuerda, escribe Ramón Andrés, es crear el ahora, dar claridad al presente.

El Poeta Hernán Bravo Varela definió a la perfección a Ramón Andrés: es uno de nuestros últimos sabios.

Es músico. Posee una colección de instrumentos fascinante: tiorbas, laúdes, violas da gamba, un violonchelo de 1840, un rabel renacentista, una guitarra toscana, una guitarra barroca, una zanfona, un laúd árabe, una viola de arco medieval, y el más preciado: el violín de mi padre.

Es como un alma gemela de otro de nuestros autores favoritos: Pascal Quignard, también músico, también escritor sobre música, también uno de nuestros últimos sabios.

En este espacio hemos reseñado libros anteriores de Ramón Andrés, entre ellos El mundo en el oído y un irresistible Diccionario de música, mitología, magia y religión, y sus títulos versan sobre tópicos cercanos a su reciente libro, que hoy nos ocupa, entre ellos el libro titulado Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza.

La primera frase de su nuevo libro nos recuerda, nuevamente, a Pascal Quignard, dueño de expresiones como esta: Un espíritu en calma lo oye todo, lo entiende todo.

Y así explica Ramón Andrés la naturaleza de Despacio el mundo: “Este libro tiene el olor de la vela que acabo de apagar, lo reparte el repentino humo de la mecha que deja en el aire su trenza blanca e impregna la habitación.

“Observar en un cuadro el índice y el pulgar que tantean la armonía en torno a una clavija, percibir su posición, que bien podríamos entender como unos mudras anunciadores del camino de la música, responde a una voluntad

de dignificar los gestos.”

Los muchos contextos culturales que pueblan las páginas de Despacio el mundo nos dotan de luz, aprendizaje, felicidad.

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▲ Portada del libro más reciente del ensayista y pensador Ramón Andrés, publicado por Acantilado

Por ejemplo, hace notar el autor que muchos pintores tocaban instrumentos. Como Tintoretto y Vermeer.

No sin ironía, Johann Mattleson, que fuera compositor y teórico de la música, escribió en El perfecto maestro de capilla, una obra de 1739, que los laudistas tardaban más en afinar el instrumento que en tocar una obra.

En su nuevo libro, el sabio Ramón Andrés nos guía por el Museo del Oído. Nos pone a escuchar cada una de las notas que suenan en la cantidad impresionante de óleos que revisó y que nos describe, donde músicos están en pleno trance de afinar su instrumento.

En el proceso de afinación, nos explica, se produce la desconcertante sensación, por lo paradójica, de una ingravidez que nos orienta y ancla.

Nos recuerda que Novalis, el poeta de los Himnos a la noche, estaba persuadido de que sólo existía una única cuerda, la destinada a recomponer la vibración que se produce en el interior humano.

Reflexiona: cuando se está solo en la tempestad, se piensa en una isla, y esa isla es la música.

El tiempo dedicado a la afinación es sonido tanteado, “ese que no forma parte del devenir; nada dice, nada cuenta, aislado, no hay pasión en él, ningún gesto cómplice con el dibujo de una melodía que exige un corazón implicado, ningún arrebato ni atisbo de unas escalas intrincadas que conducen, audaces, a

la región aguda.

Aquí sólo se trata de una búsqueda, de un oído que encuentra su ser en el equilibrio, de un hiato que se abre en la mente del músico. Es la nota que no ha escrito nadie, el barbecho de la partitura, la crónica que no forma parte de la historia de la música y, aun así, resulta primordial en sus hechos.

Lo suyo, lo de Ramón Andrés, es la poesía:

“Roberto Calasso creía que Giambattista Tiepolo se prolongaba, sobre todo, por su manera de concebir el color rosa. Un libro suyo se titula El rosa Tiepolo.

“El rosa termina el día, es el color de la llave que lo cierra. Resulta engañoso por lo que oculta. En un horizonte se deslíen el rosáceo persa y el magenta, el amaranto, el rosa palo, el rosa té y cuantos púrpura caen sobre la tierra.

“Retenemos esos tonos porque entendemos bien lo crepuscular, menos atentos al despuntar de Eos, la de los rosados dedos, es verdad, hay en sus manos algo áureo y por eso se desconfía de ese momento naciente que nos acerca a una jornada nueva”.

Escuchar la música que habita en los óleos es una costumbre íntima y comunitaria. En las escenas de la guerra de Troya, por ejemplo, podemos escuchar, con tan solo observarlas, el silbido de las lanzas al volar y, cuando chocan contra los escudos del ejército contrario, su clang clang se entrevera con los aullidos de dolor de los heridos.

Hay cuadros donde no hace falta que aparezcan instrumentos musicales para escucharlos. Los nenúfares de Monet, por ejemplo, poseen una música callada tan límpida y suave, que nos mece sobre el agua.

El maestro Juan Sebastián Gatti me cuenta que en clase pide a sus alumnos que identifiquen los instrumentos musicales que aparecen en El jardín de las delicias, de El Bosco, y enseguida les pone a escuchar música renacentista y entonces cobran vida la zanfoña, el tamboril, el arpa, la gaita, la trompeta fantástica, el laúd.

Gracias al libro de Ramón Andrés, corroboramos que hay muchos óleos que se llaman La lección de música, igual que el título de un libro de Pascal Quignard, y es que la transmisión de los conocimientos para hacer sonar un instrumento forman parte esencial de los humanos.

Nos explica Ramón Andrés:

No hay creación sin Eros, no hay un verso escrito hasta el fondo del mundo, un cuadro, una escultura, un pensamiento profundo que carezcan de la erótica que los origina. Si Eros es lo opuesto a Thánatos, se debe a su voluntad de no asemejarse a un baldío.

Porque, como dice Ramón Andrés, templar una cuerda es crear el ahora, dar claridad al presente, sujetar el cielo, oírlo en plena oscuridad desvela que el universo resuena para el que decide estar en silencio.

X: @PabloEspinosaB

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