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Elecciones y previsiones
L

a paradoja de la reciente elección presidencial reside no sólo en el carácter extensivo del triunfo de Morena, sino en el método que hizo posible la consecución de ese resultado. A primera vista, presentar la candidatura oficial como un ejercicio de estricta continuidad con respecto al sexenio que está a punto de fenecer, representaba más riesgos que garantías. En mayo, la aceptación de la gestión de AMLO –según encuestas– habría descendido a 50 por ciento, el nivel más bajo en todo el sexenio. Además, la sabiduría convencional sobre los rituales de la sucesión presidencial dicta que se trata del momento de iniciar la separación para dar paso a esa suerte de predecible inmolación pública del Presidente que se va (una operación retórica que AMLO reiteró a lo largo de todo el sexenio con los presidentes anteriores). Y, sin embargo, la estrategia de continuidad aplicada por Morena resultó más que eficiente. ¿Por qué?

Es una pregunta que queda para los historiadores del futuro. Si bien dos elementos de esa estrategia resultan indicativos: 1) el voto no declarado con que la oposición esperaba obtener el triunfo, se encontraba en realidad en el electorado de Morena; 2) habría que reflexionar si existe ya, en germen, una cultura de partidos. Si nos atenemos a los resultados electorales en la Ciudad de México, la distribución del voto correspondió grosso modo a la correlación entre la estratificación social y la demografía de los distritos. Clases medias y altas optaron por el PAN; el mundo subalterno –los pobres en el lenguaje oficial– lo hizo por Morena. ¿Rige el mismo patrón en el conjunto del país? Es evidente que la redistribución del ingreso social fomentada por Morena a lo largo del sexenio rindió sus frutos electorales. Además, AMLO logró establecer una identidad afectiva transversal con ese mundo.

En segundo lugar, el tema –mejor dicho, el problema– de la probable emergencia de una cultura de partidos. La dimensión del voto duro de un partido se rige, en gran parte, por la predecibilidad de las expectativas que representa. Ejemplo: en Estados Unidos se espera de los republicanos una disminución de impuestos y del gasto social, así como la difamación de los derechos de género. De los demócratas se aguarda en cierta manera lo opuesto: incremento de impuestos y del gasto social, así como la exaltación de los derechos de género. Pero México no es Estados Unidos, y esto no pasaba aquí. Por el contrario, la magia que rodeaba al presidente entrante residía, precisamente, en el carácter impredecible de su gestión. En este sentido, podemos afirmar que cada partido representa un horizonte distinto y predecible de expectativas. Y el electorado toma partido por cada uno de estos horizontes.

Ya en los debates posteriores a la elección del domingo pasado, en cuestión de horas la derecha pasó del discurso de los vencidos al de los enardecidos. Hay en la actual derecha mexicana algo que la homologa con la extrema derecha internacional: su eminente carácter golpista. Para ella el término democracia equivale estrictamente al de estado de excepción. Al respecto, no existe diferencia alguna entre Claudio X. González, Santiago Abascal o Giorgia Meloni. El argumento para justificar su derrota afirma que el electorado mexicano vota a cambio de dádivas y limosnas (y por ello se promovió una elección de Estado). El problema con este argumento es que reduce un hecho sociológico a una inquinia moral. Si algo afectan los cambios de mayorías parlamentarias es, precisamente, la orientación del gasto público. Los partidos –cualquier partido– lo ejerce para mantenerse o conquistar el poder. Con ese mismo gasto el PAN y el PRI enriquecieron a una oligarquía inepta.

Hay algo más. ¿Cómo afectaron la redistribución del gasto social y los aumentos salariales a la mentalidad empresarial? Todo indica que por primera vez en la historia moderna del país, banqueros y empresarios se hacen corresponsables de mantener o aumentar el poder adquisitivo de los salarios (en aras de expandir el mercado interno). Un cambio en si significativo, cuando no histórico. (En Estados Unidos sucedió hace un siglo con el fordismo, y en Europa después de la Segunda Guerra Mundial con el establecimiento del estado de bienestar.) Finalmente sólo existen dos formas de sostener en pie la maquinaria del capital: el capitalismo salvaje o la economía social de mercado.¿Nos hallamos en el tránsito a la segunda?

Como sea, una política de continuidad requiere de un relevo, lo cual implica una novedad. A lo largo de la campaña esa novedad se mantuvo frente a la mirada pública sin que nadie la registrara. Se trata del estilo de Claudia. No polariza, no enconiza y sostiene la conversación. En suma, un discurso que no crea enemigos a cada paso debe buscar la ruta del consenso. Podrá parecer poco. Pero en la Presidencia mexicana, el estilo lo es casi todo. O sin el casi. Una presidenta tranquila como escribe el periódico El País.