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Cuéntame un cuento
D

urante la presentación en París de su libro más reciente traducido al francés, Le Couteau (Cuchillo), Salman Rushdie habló de la narración como la tercera necesidad humana, después de la de nutrirse y sentir el amor maternal. El autor de Los versos satánicos, libro que provocó en su contra graves amenazas de muerte y un intento de asesinato, se planteó la interrogación: ¿qué solicita el ser humano después de alimentarse y sentirse protegido? Pregunta a la que respondió: pide escuchar una narración.

El niño pide que le cuenten una historia. ¿Qué significa este deseo infantil? Probablemente, algo más que una forma de escapar de la realidad o una invitación a soñar con otro mundo. Para el pequeño, lo que escucha contar es tan real como lo que ve a su alrededor. Tanto es así que, pasados los años, la memoria del adulto le devolverá con la misma densidad lo escuchado y lo vivido. Los recuerdos propios y los que recibió del otro, la otra, los otros. Recuerdos prestados para siempre que se incrustan en la memoria y hace suyos hasta formar parte de sí mismo. Acaso, sin la narración pedida y escuchada, el hombre no sería lo que llega a ser. Tal vez sería, entonces, un inválido de espíritu, un ser incompleto, detenido en un escalón de la evolución humana, parte de esa otra especie que es la animal. Gracias, quizás, a la alquimia producida por el encuentro de la narración que escucha y lo imaginado en su mente, se va encontrando un sentido a la existencia que contribuirá a la formación de su identidad.

Sí, el niño, al acostarse en su cama para dormir, dice a su madre: mamá, cuéntame un cuento. ¿Desea una anticipación de sus sueños o busca adormecerse mecido por las palabras que le narran una bella historia, un cuento que prolongarán sus sueños?

Pero, muy pronto, esa misma necesidad de escuchar narraciones crea la de contar historias. Variaciones de lo que oye o lee, la imaginación va haciendo su labor: agrega una escena, borra otra, deriva por caminos inéditos, olvida y mezcla recuerdos, cree volver al principio y origen y se tropieza con lo desconocido. De la simple copia, o el plagio involuntario, se da un brinco a eso que se llama, algo pomposamente, la creación. No hay nada nuevo, sólo derivaciones y repeticiones de lo mismo. Pero la necesidad de contar historias persiste: esa increíble e invencible tentación de contarse cuentos, aunque no sea sino para sí mismo, nos acompaña hasta la muerte.

Comer, amar y sentirse amado, escuchar narraciones de otras vidas y hacer de la nuestra una narración. Un hermoso relato donde el héroe o la heroína es uno mismo. Cuento de hadas o de capa y espada. ¿El filósofo y escritor Jean-Paul Sartre no escribió que durante muchos años se creyó Pardaillán? Pequeño de estatura, débil, miope como topo, de rostro desgraciado y cuerpo algo deforme, creció mirándose en el espejo de su imaginación como el espadachín alto, fuerte, hermoso y heroico vengador de injusticias y entuertos creado por Michel Zévaco.

Sin embargo, Sartre fue Pardaillán en ese lugar que no tiene lugar, la utopía. Creció y se vivió como un héroe, y lo fue, en su mente, en su cuerpo, en su memoria.

¿Quién puede afirmar sin mentir que no se creyó a sí mismo o a sí misma, un príncipe azul o una princesa encantada, un héroe o una heroína, un santo o una santa, rey o reina, protagonista de su historia?

Nunca se podrá desposeer a la gente de la facultad fundamental de contar historias. Confrontado al peligro, cara a la muerte, logra decir que todo lo que tenemos es el poder de contar historias, afirma el autor británico-estadunidense nacido en India, para quien los orígenes del realismo mágico se encuentran en la mitología hindú.

Quizá la creación de dioses a los cuales adorar es indispensable al hombre para crecer y vivir. Dioses a imagen y semejanza nuestras. Las mitologías surgen de esa necesidad. ¿Y qué son las mitologías si no narraciones que nos contamos a lo largo de la vida?