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Estética del relato político
Q

ue suene bonito es una intención frecuente en algunos relatos políticos signados por cierto sentido común de la belleza que inspira al emisor a espetar soluciones discursivas de ornato para halagar el gusto, para complacer al destinatario, en uno o varios placeres estéticos, al margen incluso de su realidad o su cultura. Para quedar bien en las preferencias del destinatario. No siempre con resultados lindos. El opio del verbo.

Así proliferan algunos oficios, y negocios, que convierten en mercancía costosa el placer de escuchar lo bonito más que lo verdadero. Se usa y se abusa. Fabrican fórmulas y estereotipos para el planteamiento, el desarrollo y el desenlace del relato. Para el saludo tanto como para la despedida. Como toda forma de expresión, con sus ineludibles cargas ideológicas, el componente estético se halla históricamente condicionado por su base objetiva. Ante ella puede servir de auxilio o puede traicionarla bellamente. Oscila entre la intención de fortalecer el centro argumental de la expresión o imponer como centro la estética misma con un afán casi exclusivamente decorativo. Y distractor.

Pero toda intención estética es también forma ideológica que no puede eludir sus marcos de referencia y que participa de una totalidad o estructura artística con estatutos propios. Está dotada de cierta coherencia interna y autonomía relativa, que impiden su reducción a mero fenómeno decorativo, anecdótico o inocuo. La estética de la comunicación política participa, así sea relativamente, de los fenómenos retóricos predominantes y no es indemne a los condicionamientos que su sintaxis sintetiza como creación intelecto-espiritual. Es sentido condicionado, histórica y socialmente, para satisfacer la necesidad de inducir en la expresión ingredientes placentero-ideológicos por varias rutas.

Esa estética tiñe a la expresión, en su forma y en su contenido, inyectando a la existencia de una realidad objetiva una nueva realidad embellecida para desarrollar sentido según sean sus intereses. La realidad social concreta, que vive condicionada histórica y socialmente por el debate capital-trabajo y la disputa por el sentido, se ve imbricada en los vectores estéticos que dan por valiosos ciertos retruécanos sobre lo bello. Y aunque no lo sepan, la estética elegida influye en la relación del destinatario con el discurso en una realidad interior humana del conocimiento. El modelo estético empleado puede incluso distorsionar aspectos esenciales de la realidad.

Es frecuente que en la falsificación discursiva aparezca embellecida como razón del enriquecimiento de la expresión o de la representación de las formas. Termina como un fin y no un medio al servicio de la verdad. El relato estetizado, así entendido, no es una forma de conocer la realidad, sino de alterarla, es decir, un intento de presentarla de nuevo a la manera del entretenimiento mercantil, donde las fronteras de la realidad y las del objeto temático se subordinan a espasmos de goce. No pocas veces se inventan adornos discursivos con intención documental, anecdótica, fotográfica… que terminan constituyendo una intencionalidad fallida y horrible. Una realidad social hermoseada, bajo una retórica espumosa que manosea la realidad y que atenta contra la verdad.

Por ello, si la estética se manipula como pura forma que impregna la realidad al final la desgarra con mistificaciones, para que caiga en dogmatismos con luces y oropeles, con artilugios vistosos, a veces, dramatismo de saliva en la lucha por imponer un sentido que impide pronunciar la última palabra de los hechos. En el relato embellecido demagógicamente, la expresión resulta perjudicada a propósito para alterar el trabajo interpretativo del destinatario que se acostumbra a disfrutar un placer como sentido común. Sucumbe ante una belleza infectada por los intereses políticos o filosóficos con aspecto de mercancía, no declarada, para la manipulación de masas. Es una concepción burguesa del arte que maquilla la hostilidad del capitalismo contra la inteligencia de los pueblos a los que se imponen estéticas al capricho del emisor proclive siempre a exagerar el valor de su noción estética y sus categorías sobre lo bello de su mensaje. Terminan siendo adefesios para endulzar las complejas, y desafiantes siempre, relaciones entre el arte y la política. Reinan los formularios simplistas y trillados en su producción, distribución y recepción.

¿Cómo puede la estética del relato político contribuir en la creación de una comunicación emancipadora? Las organizaciones sociales y políticas no necesitan impostaciones decorativas para producir mejor los discursos. No hace falta el decorativismo narrativo efectista para fomentar el conocimiento, la organización y la movilización de sus intereses de clase en lucha. Los discursos embellecidos con artificios no deben aceptarse para expresar la ­realidad social o para elevar la conciencia de ella. Está en la lucha su belleza humana, colectiva e histórica, su crudeza y su dramatismo. Por eso es necesaria una reformulación revolucionaria del papel de la estética para que sirva al desarrollo la conciencia política. Hay mil ejemplos. Es un desafío que exige poner el relato a la altura de la historia con su crudeza y sus limitaciones, donde lo bello combata lo tedioso, lo incomprensible, lo ordinario y lo anodino del infierno de cursilerías reinantes.

Todos sufrimos las emboscadas estéticas del discurso político dominante. Su arsenal, sublime fallido, embriagado con estereotipos ociosos. Ya basta. Lo estético de ellos, su idea de discurso bonito, se nos impone en cualquier tiempo, en cualquier lugar. Incluso sin pertinencia intelectual. Es la necedad de una estética burguesa infiltrada en las condiciones comunicacionales imperantes a las que les importa principalmente las ganancias y el lucro hermoseados. El aspecto más aplaudido del relato bonito es su capacidad de venta, su poder seductor para maquillar la explotación del trabajo y el saqueo de recursos naturales. Que la ética sea la estética del futuro.