Opinión
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Lo peor de la política mexicana
T

iempo hace ya que un ameritado estudioso de la vida mexicana de antaño y hogaño viene diciendo que lo peor de la panorámica política mexicana es la oposición al gobierno: que hay un sector de sus enemigos y de quienes se creen con el derecho a sustituirlo que en verdad no dan pie con bola.

El paso del tiempo me va convenciendo de que tiene, si no toda, una muy buena parte de razón. No niego que haya metidas de pata en el área gubernamental; sin embargo, resultan verdaderos juegos de niños en comparación con quienes más se distinguen entre los que buscan desplazar a los actuales gobernantes.

En primer lugar destacan los líderes de los tres partidos coaligados: los del PAN, empezando por su presidente Marko, por su torpeza supina; los del PRI, con el tal Alito al frente, por la maldad y ruindad de éste, y los del PRD, porque no se les ve, afortunadamente, el pelo.

Luego sobrevienen los adláteres o lambiscones de éstos, entre quienes sobresalen Xavier González, otro conocido antaño como El Papayo, y quien ahora ya decidió sacar la cara: aquel que antes se ganó el afecto de los indígenas y de los indigenistas mexicanos cuando se supo de un diálogo que hacía gala de su mayor menosprecio a ellos: Lorenzo Córdoba Fermani.

Finalmente, se cuenta con otro patético personaje que aspira ni más ni menos que a la silla presidencial, diciendo malas palabras, arremetiendo contra todo –como chivo en cristalería– y de quien no hemos oído ni una sola propuesta constructiva. Todos sus discursos consisten en denostar dichos y hechos de la realidad mexicana con los que se va topando, aun cuando se refiera a circunstancias que provienen de cuando ella formaba parte del gobierno.

Lo que entonces era bueno, ya no lo es y el actual gobierno es al que se le echa la culpa.

Uno de los crímenes que cometió contra la patria el neoporfirismo que se incrustó en el PRI: es decir Salinas-Zedillo, fue la supresión de los ferrocarriles para darle más juego a los camiones de marcas que todos conocemos y que manejan cifras de pesos imposibles de imaginar para los simples mortales.

En vez de sacarlos del abandono en que los iban dejando sus antecesores y modernizar todo el sistema de trenes, como se hacía en muchas partes que ahora gozan de un servicio espléndido, barato y muy poco contaminante, simplemente les dieron en la torre. Para pasajeros, sólo dejaron vivir el de Chihuahua al Pacífico porque cruza lugares que resultan prácticamente imposibles para una carretera.

Todavía Enrique Peña Nieto intentó recuperar los buenos deseos gestionando un tren que iría de México a Querétaro, pero fuerzas misteriosas lo obligaron a cancelar el contrato incluyendo una penalidad nada despreciable.

Pues bien, a partir de que el actual gobierno emprendió la construcción del ferrocarril de sureste y el que pronto cruzará el Istmo de Tehuantepec, se soltaron en su contra alaridos como de marranas en rastro. Lo curioso es que quienes más lo hacían no eran los residentes en las áreas que han pasado a comunicarse, sino en su mayoría capitalinos que ni siquiera conocen la zona.

Ojalá hubiera trenes que nos permitieran ir a todas partes y pudiéramos prescindir del pésimo y abusivo servicio aéreo de empresas privadas que padecemos.