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Parsifal, a 142 años
L

eón, Gto., La noche del 18 de abril reciente, el Teatro del Bicentenario de esta atribulada ciudad del atribulado Bajío dio cobijo a un acontecimiento operístico singular e importante: el estreno en México del festival escénico sacro Parsifal, estrictamente la última ópera de Richard Wagner. Tuvo que pasar casi un siglo y medio para que esto ocurriera y, como en el caso de otras primicias wagnerianas en nuestro país, la iniciativa y la responsabilidad artística estuvieron a cargo de Sergio Vela.

La puesta en escena de Vela (autor, también, de la escenografía y la iluminación), se caracterizó por una austeridad espartana (quizá quedaría mejor decir frugalidad franciscana, dado el contexto) marcada por una notable contención y una economía de medios teatrales que mucho ayudó al flujo de la música y el argumento. En el entendido de que la ópera es, ante todo, artificio, Vela asumió su trazo escénico con un alto grado de estilización, aportando elementos rituales abstractos, pinceladas de pantomima clásica y algunos apuntes de disciplinas teatrales orientales. Así, la parte visual de este Parsifal de estreno complementó orgánicamente una música sustentada en la expansión extrema (a veces, incluso, la suspensión) del tiempo. Esta interesante propuesta teatral fue enfatizada sobre todo en el primer acto, y matizada en el tercero, mientras en el segundo el director optó por un lenguaje escénico contrastante, más dinámico y fluido. Entre varios logros teatrales destacados cabría mencionar la forma de resolver y remarcar el resonante silencio de la doncella Kundry en el tercer acto de Parsifal. Para aquellos de nosotros a quienes la primera aparición del cisne flechado por Parsifal pudo parecer demasiado anecdótica, la impresión cambió cuando, más tarde, el ave en cuestión se convirtió en un inquietante emblema del inexorable paso del tiempo que no perdona.

Esta versión de la extensa y compleja ópera postrera de Wagner destacó por la claridad (en la medida en que ésta sea posible en una obra por momentos tan críptica) con la que fue trazado el talante penitente y atormentado de los protagonistas, cristianos al fin y al cabo. Alrededor de la autocastración de Klingsor, el casto tonto, esta puesta de Parsifal perfiló con fuerza singular a esa cofradía de caballeros reticentes, impotentes, llenos de remordimientos y dados a la autoflagelación, cuya vida y afanes giran alrededor de las máximas reliquias cristianas, la Sagrada Lanza y el Santo Grial, y de la posibilidad de redimirse y ser perdonados a través de ellas.

En el contexto de un reparto bien elegido, bien trabajado y de buen nivel vocal y actoral, destacó la estamina demostrada por el barítono argentino Hernán Iturralde durante la agotadora ejecución del incombustible Gurnemanz, personaje que en buena medida es el ancla dramática de Parsifal. Pero, incluso por encima de él, me parece que la mejor caracterización fue el admirable Amfortas cantado y actuado con profundo pathos por Jorge Lagunes. Dolorido y pesaroso de principio a fin, este Caballero de la Incurable Herida se irguió (es un decir) como uno de los mejores personajes operísticos vistos por tierras mexicanas en mucho tiempo.

En el foso del Bicentenario, la música fluyó bien gracias a la educada batuta de Guido Maria Guida, experto wagneriano y colaborador frecuente de Sergio Vela. Bajo su conducción, la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato mostró la solidez, empaque y flexibilidad que adquirió durante el exigente mandato de Roberto Beltrán-Zavala en su podio. Por otro lado, director y orquesta entendieron que Parsifal es probablemente la ópera wagneriana de orquestación más moderada y menos explosiva, y mantuvieron los contrastes dinámicos siempre bajo control. A ello hay que añadir la muy notable acústica del Teatro del Bicentenario; la combinación de todo ello condujo a un logro infrecuente: que en una ópera de Wagner el espectador escuche diáfanamente todo cuanto ahí se toca y se canta.

En suma, un estreno necesario y exitoso. Acaso, me extrañó que, en la función de estreno, primera de tres, el Teatro del Bicentenario no registrara un lleno absoluto, considerando la importancia del suceso y que durante la gestión de Alonso Escalante al frente de este recinto se creó en León un público operófilo de nivel estimable.