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El fraude
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odavía la semana pasada, un conductor de televisión abierta dijo que él no conocía pruebas del fraude que Vicente Fox instrumentó a favor de Calderón en 2006. Dijo no recordar que firmó un desplegado publicado el 3 de agosto de 2006 en el que se lee la validación del fraude: No encontramos evidencias firmes que permitan sostener la existencia de un fraude maquinado en contra o a favor de alguno de los candidatos. En una elección que cuentan los ciudadanos puede haber errores e irregularidades, pero no fraude. Nuestras instituciones electorales son un patrimonio público que nadie debe lesionar. El 2006 consolidaba un argumento que hoy sigue vigente entre las organizaciones de Claudio X. González: cuestionar a las instituciones significa destruirlas y que, si el escrutador de una casilla, es un ciudadano sorteado, el fraude es imposible. Es más, decir que hubo fraude es ofender a los funcionarios que se desvelaron contando votos.

No sé si reiterarlo pero todavía parece necesario, habida cuenta de la desmemoria de quienes aparecen diciendo sus opiniones en televisión abierta. En las jornadas por el recuento de los votos de 2006 nuestro argumento era que la diferencia entre el resultado (.57 por ciento) y las irregularidades detectadas por el mínimo recuento aprobado por el Tribunal Electoral de 11 mil casillas (43 por ciento votos de más y en 30 por ciento de menos, sólo para AMLO) era de tal proporción que ameritaba una anulación. Eso, sin tomar en cuenta el desafuero de López Obrador como jefe de Gobierno de la capital, la campaña del peligro para México –que la fiscalía electoral sí detectó pero no castigó porque no llamaba a votar por el otro candidato– y la asignación de secretarios de Estado para que operaran un cuchareo de votos a cargo de la dirigente de los maestros y los gobernadores. El famoso: te sobregiraste del secretario de Comunicaciones, Pedro Cerisola, al gobernador de Tamaulipas, Eugenio Hernández, que el Tribunal señaló que pudo influir pero que no se podía medir su impacto en el resultado. Además de la visita –según Wikileaks– del consejero del IFE, Arturo Sánchez Gutiérrez, a la embajada de Estados Unidos para avisar el 14 de junio de 2006 que Acción Nacional iba a ganar la elección, con el consentimiento del PRI, es decir, que el IFE tenía resultados dos semanas antes de que propiamente sucediera la jornada electoral. Y tampoco sin mencionar a las decenas de matemáticos y físicos que declararon imposible el comportamiento de los resultados preliminares del IFE de Luis Carlos Ugalde, ahora organizador de las de pronto suspendidas elecciones internas de la coalición del Prian. Nada de eso sería prueba de un fraude. ¿Entonces qué sería? La aceptación del propio ex presidente Vicente Fox: operé para que ganara México. Por supuesto que apoyé a Felipe Calderón pero dentro de la ley.

En el fraude de Miguel de la Madrid contra Cárdenas, el de 1988, el argumento de estos mismos opinadores de televisión fue que, si bien la legitimidad –la justeza del poder– no estaba en su origen, porque, en el mejor de los casos, no se sabía quién había ganado, sí existía una legitimidad en el ejercicio del poder, es decir, que Salinas de Gortari se iría legitimando con sus políticas, aunque detentara el poder usurpado a la soberanía popular. Ahora, esos mismos opinadores dicen lo contrario, ya con López Obrador en la Presidencia: su legitimidad de origen le permite hacer lo que se le da la gana y fundar una legitimidad que se contrapone a la legalidad. Estaba bien que Salinas se fuera legitimando desde una silla presidencial robada, pero Andrés Manuel, cuya legitimidad fue respaldada por más de la mitad de los votos, no puede establecer una autoridad basada en sus políticas públicas. De ahí se sigue la actual retórica opositora de que los derechos sociales universales compran votos. O la otra, tan en boga en 2019, de que un exceso de democracia destruye la democracia desde adentro. De ahí se sigue a la escandalosa elección de Estado que la oposición ha retomado de cuando el PRI gobernaba y no bregaba para levantar a su candidata panista, Xóchitl Gálvez. Por ejemplo, llamaron elección de Estado a la del estado de México donde triunfó Delfina Gómez, sin atinar a notar su propia contradicción: que la maestra Delfina ya había ganado en 2017 cuando Morena no tenía la Presidencia de la República. Pero no importa. Debajo de su contradicción existe un principio que no se ha alterado desde 1988: los opinadores no creen en el acto de votar como constitutivo de la legitimidad popular. Son completamente ciegos a la existencia de un movimiento popular que se apropió de las elecciones para dotar, no de adjetivos a la democracia mexicana, sino de un contenido de justicia social. ¿Cuánta pobreza soporta una democracia?, se preguntó Carlos Fuentes en 1992. Lo que no sabía es que lo pobres se convertirían en ciudadanos altamente politizados.

Del vámonos legitimando del salinismo, al haiga sido como haiga sido del calderonato, los opinadores han pensando que la legitimidad de origen no es el voto sino el procedimiento de la elección: tantas casillas instaladas, actas computadas, resultados. No importa que no coincidan con la voluntad popular. Fue un concepto formalista que, en el fondo, albergó la posibilidad del fraude electoral. En las posturas de los opinadores, tanto en 1988 como en 2006, el tema no era la democracia sino la estabilidad postelectoral, es decir, administrar, gestionar la insatisfacción, la indignación moral, y la ira colectivas. Ahora, con las intenciones de voto prácticamente decididas en proporciones que van del 2 o 3 a 1, los mismos opinadores hablan de elección de Estado y, ahora sí, por primera vez de fraude y anulación. Aunque, como nos han acostumbrado, unos días después, dirán que no lo recuerdan.