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Embajada, universidad y autonomía
A

penas semanas después de que se supo que Israel había bombardeado un consulado de Irán para asesinar a un general considerado enemigo clave, el actual presidente de Ecuador ordenó un violento ataque de fuerzas bien armadas en contra de la embajada de México. Consiguió así capturar al asilado antiguo vicepresidente del anterior gobierno de ese país. Sin proponérselo y a pesar de estar tan lejos geográficamente, ambos gobiernos coincidieron en la tesis de que era perfectamente válido irrumpir violentamente en espacios diplomáticos y hacerse justicia. El resultado es que ahora en Medio Oriente y en Latinoamérica, ambos gobiernos tienen la desaprobación generalizada de la región (y del mundo) y que, además, cargan con el desprestigio y el obstáculo que esto acarrea para el logro de sus propios objetivos. En el caso de Ecuador, si se quiere ahora enjuiciar al funcionario secuestrado, eso será fincado en una irregularidad de origen. Y en el caso de Israel, lo hecho contribuye aún más al desprestigio que le ha traído su belicosidad extrema y cruel y la arrogancia de actuar sin más límite que su propio cálculo y conveniencia. A tal punto que otra vez aparece la reflexión sobre cómo y por qué a Israel se le concede un estatus tan especial que le permite impunidad total respecto de acciones bélicas contra civiles y ahora también contra embajadas. Norman Finkelstein –judío él mismo– ya hace tiempo analizaba este punto y decía que el Holocausto se había convertido en una próspera industria para financiar, apoyar políticamente y justificar la belicosidad israelí. Y eso explicaría la postura aquiescente de Europa y Estados Unidos. El Holocausto es un ejemplo –dice– de cómo se ha venido explotando el sufrimiento judío para mantener esa excepcionalidad ( The Holocaust Industry: Reflexions on the Exploitation of Jewish Suffering. En español en Ediciones Acal, España, 2011).

Y esto es importante señalarlo porque un contexto de permisividad siempre autoriza a pensar en acciones que de otra manera ni siquiera se pondrían a consideración. Como se ha dicho, esta no fue una práctica de los dictadores latinoamericanos. Por eso, si en el Medio Oriente el ataque al consulado iraní viene incentivar el escalamiento del conflicto, es decir, el precio de sangre y sufrimiento palestino, ahora en América Latina ya nos deja un antecedente inédito y preocupante. Con Ecuador, la extrema derecha latinoamericana converge ahora con Israel en una ruta irresponsable y riesgosa.

Pero el problema es mayor. Las acciones de esos dos gobiernos significan la crisis del principio de inviolabilidad y, agravado, con el uso de violencia extrema (artículo 30 de la Convención de Viena). Quedan así desprotegidos espacios destinados a jugar un papel muy importante en la pacificación y resolución de conflictos entre países. El que ahí mismo, en el territorio, esté la representación de otra nación hace posible el tratamiento inmediato, directo y de alto nivel de cualquier circunstancia o querella. Si, por el contrario, se da la eliminación violenta de estos espacios, se envía una señal muy negativa que contribuye a la continuación y agravamiento de los conflictos. Es poner en peligro, por otro lado, la importante tradición de la creación de espacios de refugio y preservación del pensamiento. Ya en el siglo primero de nuestra era existía la práctica del santuario, que significaba abrir las puertas de las iglesias a los perseguidos por el poder atrabiliario del monarca. Y sucedía también en ocasiones que desde ahí se elaboraba un discurso crítico de la corrupción y del uso del poder que ejercía el príncipe reinante.

Mucho más recientemente, en los años 70 en Estados Unidos, las llamadas ciudades santuario tenían cabildos que habían decidido prohibir el almacenamiento dentro de los límites municipales de armas químicas, nucleares o biológicas. Igual, poco más tarde, otras urbes rechazaban que en sus calles la federal persiguiera a las y los indocumentados. Más importante aún, en América Latina, por otra parte, las luchas comunitarias indígenas y universitarias del siglo XX sirvieron para establecer espacios y hacer que ciudadanos y millones de jóvenes apreciaran el valor de la participación directa en la conducción de sus comunidades y que en la educación superior pudieran darse sus propias autoridades, sus reglamentos y que su visión y esperanza del mundo que querían construir se concretara en planes y programas de estudio e investigación. Autonomía, gobierno propio, carácter público e inviolabilidad territorial en el fondo, aunque Israel, bombardeando universidades, es la antítesis de estos planteamientos. Pero también bajo esta luz se ve grave que el gobierno mexicano, el actual y el que viene, no tengan como prioridad recuperar la pérdida que para el país ha significado que ya sólo una minoría de jóvenes construya su vida y su profesión en una universidad autónoma y pública.

* UAM-X