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Ecos de un viejo eclipse
U

na de las últimas veces que nos vimos, David Huerta me dio la fotocopia de un texto mío aparecido en el suplemento Diorama de la Cultura de Excélsior, dirigido entonces por Hero Rodríguez Toro. El artículo era una breve reseña sobre un viaje a Miahuatlán, en marzo de 1970, para contemplar un eclipse solar total en su centro.

Podría decirse, al leer reportajes sobre el eclipse que tuvo lugar esta semana, que las cosas se repiten, casi idénticas, más de medio siglo después: el gentío mirando al cielo, los equipos de científicos, la oscuridad, los aplausos que ensordecen cuando reaparece la luz. Pero 50 años no pasan en balde y las personas no son las mismas ni tienen los mismos sueños.

En la atmósfera de la época se respiraba la rebeldía de los movimientos estudiantiles que cruzaron de un país a otro en el 68. La divisa era paz y amor, peace and love. Muchachos con el pelo largo y muchachas con cabello corto soñaban con la revolución y el Che Guevara. La última de sus preocupaciones era el desempleo. La mariguana era preferible al alcohol. El amor libre era posible gracias a la píldora. A pesar del luto por la matanza del 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas, el ambiente tomó aires festivos ante la proximidad de un eclipse solar.

Como tantos otros jóvenes, David y yo decidimos ir a Miahuatlán para contemplar al eclipse en su centro. Paulina Lavista nos invitó a subirnos en su Volkswagen. Fuimos cinco personas las que nos metimos en el coche: Paulina al volante, su hermano Mauricio al lado, Rafael Segovia, David y yo en la parte de atrás.

Listos para el viaje, Salvador Elizondo, de pie en la banqueta del edificio donde vivía frente al Parque México, nos deseó buen viaje a su manera: “Ahí van como sardinas enlatadas a ver la oscuridad, como si la oscuridad pudiera verse. Abran bien los ojos y miren la luz de las cavernas…”. El resto de las alentadoras palabras de Salvador se perdieron en el aire porque Paulina arrancó.

Llegamos de madrugada a Miahua-tlán. La oscuridad a nuestro alrededor era total. Agotada, nuestra conductora decidió que ahí donde pudo estacionarse pasaríamos el resto de la noche y ya veríamos mañana. Lo que vimos al amanecer no fue precisamente un bosque ni la soledad lejos de los tumultos urbanos: estábamos rodeados por decenas de otros coches, tiendas de campaña, gente corriendo y gritando.

Caminamos al pueblo de Miahuatlán, donde nos instalamos en la placita frente a la iglesia a esperar el eclipse. Habíamos ganado nuestro lugar y no íbamos a movernos sin haber visto la noche durante la mañana de ese caluroso día.

De pronto, un aire frío recorrió la plaza. Se escucharon ladridos de perros, revoloteo de pájaros. Mucha gente del pueblo se refugió en sus casas. Las embarazadas fueron escondidas: su presencia era de mala suerte. Los ruidos se fueron apagando hasta que reinó el silencio total. Sentí frío cuando segundos antes ardía bajo el sol. Un estremecimiento del aire se transmitió como una onda. La oscuridad avanzaba a una velocidad que parecía, en su fugacidad, superior a la de la luz. Y sin que el Creador dijera: Hágase la noche, la noche se hizo en pleno día. La negritud total, el silencio absoluto. ¿De qué otra manera pueden recibirse las manifestaciones divinas de la aparición y la desaparición? Parpadeo del cielo, la noche interrumpe el acontecer del día unos instantes. Las leyes inmutables con que se suceden días y noches quedan abolidas un momento tan fugaz como eterno por el eclipse.

Con la reaparición del sol, volvieron a escucharse los ladridos, los cacareos, la algarabía desbordante de dicha, acaso porque la gente olvidaba sus dudas sobre la regularidad monótona y tranquilizante del orden cósmico: las cosas volvían a tomar su curso acostumbrado, de nuevo en el lugar que les fue designado desde el principio de los tiempos.

Esa tarde vimos arder las espigas desde lo alto de las pirámides de Monte Albán.