n los votos, que son documentos históricos, habita un relato complejo, muy desigual y muy accidentado. Aun con sus imperfecciones, la democracia que conocemos, hasta ahora, parece merecer todavía la confianza relativa de los electores y parece que aún tiene sentido votar. Sigue siendo una forma oficializada de expresar la diversidad de imaginarios sociales para fijar formas de convivencia. Según cuenta la página web chequeado.com, 2024 es un superaño electoral
. Unos 100 países realizarán comicios y en 50 habrá votos para elegir presidencias, informan con datos oficiales de organismos electorales, la Fundación Internacional para Sistemas Electorales (IFES) y la consultora Anchor Change. Parece un récord histórico. ¿Qué significa esto?
Por la diversidad de sus procedencias, los votos son nudos narrativos antecedidos de conflictos muy diversos. De cada voto se desprende una historia particular y una historia general que, a sabiendas o no, sintetiza las virtudes o las calamidades del contexto que las genera. Los votos, reunidos en las urnas y delimitando sus preferencias, son una enciclopedia cruda del civismo que, incluso donde es obligatorio, da un reflejo estremecedor del paisaje político de la voluntad que los incuba y de la lista enorme de faltantes sociales necesarios para una vida colectiva buena en todas sus escalas. Pero es una enciclopedia siempre parcial. Reflejan parte de las voluntades políticas, nunca su totalidad. En los intersticios habitan muchas marrullerías también.
Ni todas las decepciones, ni todos los cansancios, ni todas las emboscadas que en nombre de la democracia han sufrido nuestros pueblos, han logrado que sucumba la esperanza de intervenir en la historia colegiando con votos las voluntades de mayorías. A pesar de irregularidades, insuficiencias y fraudes. Más allá de tergiversaciones, manoseos y traiciones. Sin importar los costos, las humillaciones y los descalabros, la democracia parece merecer el esfuerzo de reponer entusiasmos para incidir en las tareas de modelar el poder con base en la voluntad social organizada electoralmente. Eso parece.
Con los votos se narra una historia de saberes y de ignorancias acosados por tensiones e intereses plagados con claroscuros. El escenario para la voluntad democrática de los pueblos cuenta hoy, paradójicamente, con un gran descrédito global sobre el papel de los partidos políticos más conocidos y no obstante ha tomado un lugar relevante la solución frentista y movimientista. Ganó lugar el peso de la personalidad individual de algunos líderes (su fama y carisma) y parece predominar una tendencia ideológica centrista o de centroderecha. Los votantes todavía esperan que las elecciones sean capaces de parir gestiones gubernamentales honestas, que por lo menos no roben, que cumplan lo que prometen y que no aprovechen la confianza de la mayoría para beneficios comerciales de alguna minoría trabajando en la oscuridad. Bien harían las izquierdas en tomar nota sincera. No es mucho pedir.
Han quedado de soslayo los idearios, las doctrinas o programas de las organizaciones y algunos sólo sirven como referencias de buena voluntad
o filantropía. De ordinario se muestra, en campañas, poco o nada de los conflictos históricos medulares, el debate capital-trabajo y la lucha de clases, según sea el caso, y cuando aparecen, muestran signos de maquillaje o suavidad conveniente a las coyunturas más que a las necesidades políticas objetivas. Más vistosos son los malabares de la industria de la propaganda y los equilibrismos demagógicos para hacer pasar por idóneo lo que en realidad ha merecido repudio. En el colmo del espectáculo mediático electoral están los histriones de la escuela de Goebbels gesticulando exageraciones formales a mansalva para esconder su mediocridad intelectual. Y con eso algunos ganan elecciones democráticamente. Hay pruebas al canto muy dolorosas y vergonzosas.
A la idea de que la democracia debe expresar la fuerza informada de las mayorías, que se organizan para resolver problemas comunes y asegurarse el mejor aprovechamiento de las fuerzas productivas y las fortalezas creativas, se ha opuesto una versión circense del aplausómetro irresponsable que sin entender causas, problemas y soluciones elige, vota y se desentiende luego de las consecuencias históricas del voto no pocas veces desinformado. Reina la idea de que la democracia es ir a votar un día tal por algún candidato hijo de la fama. El carácter histórico del voto, su peso documental y su expresión política ha quedado bajo los estragos de cierta lógica del espectáculo. Muy peligroso pero muy rentable.
Esa complejidad narrativa de los votos reclama para su emisión y para su comprensión, tareas decodificadoras minuciosas que muy poco ocupan la atención de las organizaciones que llaman a votar. Pero es una complejidad que reclama atención urgente, por ardua que resulte. Cada voto nos cuenta una parte de la vida que lo anima, con sus sueños, sus frustraciones, sus alegrías y sus pretensiones. Y a pesar de que en el diseño gráfico de la mayoría de las boletas electorales los protagonistas no son los pueblos ni sus clamores más hondos, a pesar de que se privilegian los rostros o los emblemas de personas y partidos… a pesar de que la riqueza histórica documentada sintéticamente en los votos, no se ve con su esplendor y sus dilemas, está ahí la disputa por el sentido, la contienda diaria, el latir del presente y del devenir puestos a dar batalla para expresarse y expresar a mayorías y minorías.
Eso sería razón suficiente para expedirnos con mucho mayor respeto por los procesos electorales, mayor cuidado y protección de los votos, uno por uno, y mayor responsabilidad colectiva para atender y entender la trascendencia del voto en el corto, el mediano y el largo plazo. Menos manoseos, abusos y reduccionismos. Menos palabrería y demagogia. Más y mejor pasión democrática participativa. Los votos tienen mucho que decir y no siempre se escucha. Especialmente cuando hay elecciones. Para que no sean un relato afónico en las condiciones actuales.
* Doctor en filosofía