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Lisboa y Madrid, paralelas divergentes
L

a geografía, tozuda y caprichosa, decidió en un ataque de creatividad dibujar un apéndice de tierra en el suroeste de Europa. Lo rodeó de mar y lo unió al continente mediante una barrera en forma de montañas. Es difícil mirar el mapa del continente y no pensar en la península Ibérica como una unidad. Que nadie se enfade, malgastar tiempo discutiendo con la cartografía no suele ser muy provechoso.

Pero una cosa es la geografía y otra lo que los humanos hacemos con ella. Pensar en la existencia soterrada de una unidad sociopolítica peninsular, viejo sueño de federalistas utópicos, requiere un voluntarismo particularmente tenaz para olvidar siglos de historia, así como las realidades nacionales de los pueblos vasco y catalán, que se extienden más allá de los Pirineos, en lo que ahora es el Estado francés. Las montañas pueden ser muro, pero también puente.

De hecho, a modo de fuerza centrífuga, Castilla primero y España después siempre han empujado al resto de naciones peninsulares a mirar hacia fuera. Portugal es un país que vive observando al mar, de espaldas al resto de la Península. Su devenir histórico tiene a veces más paralelismos con el del País Vasco o Cataluña que con el de España. Igual nos hubiera ido mejor si nos hubiéramos quedado con Portugal y no con Cataluña, dijo en 2011 Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución y militante del PSOE. El retrato de una mentalidad profunda que no es patrimonio exclusivo de la derecha española.

Pese a ello, la comparación entre la política entre ambas capitales, Lisboa y Madrid, suele ser recurrente, llegándose a presentar como parte de una misma corriente, ya sea para referirse al Tratado de Tordesillas, hace cinco siglos, o al final de las dictaduras de Franco y Salazar, hace 50 años. Pero esta última efeméride basta para constatar la diferencia entre ambos países. Portugal hizo una revolución y el empeño posterior del establishment fue derribar sus logros. Franco murió en la cama, dejando todo atado y bien atado, y la obsesión del establishment fue, sencillamente, que las cosas cambiaran lo justo, con consecuencias hoy en día visibles.

Una de ellas es la diferente actitud de la clase política, especialmente del centro-derecha, ante el auge de la extrema derecha. En España, el PP gobierna con los ultras de Vox en todas las comunidades autónomas en las que la aritmética parlamentaria se lo permite y nadie duda de que, llegado el caso, el líder conservador, Alberto Núñez Feijóo, se apoyaría en esta fuerza para acceder al palacio de la Moncloa.

Por contra, esta semana Portugal ha estrenado nuevo gobierno tras la victoria de la derecha en las elecciones de marzo. El primer ministro, Luis Montenegro, ha optado por un gobierno en minoría, manteniendo la promesa electoral de no pactar con Chega, la extrema derecha portuguesa. Entre España y Portugal no hay una frontera, hay un abismo.

Con todo, la legislatura lusa se presenta complicada y está por ver si el cordón sanitario resiste. El PSD, partido de Montenegro, cuenta con sólo 80 parlamentarios, muy lejos de la mayoría absoluta, fijada en 116 asientos. Chega, la gran triunfadora de la noche electoral, tiene 50 escaños y aprieta desde aquel día para acordar un gobierno con Montenegro. El primer ministro también tiene presiones de peso dentro de su propio partido, empezando por las de dirigentes como el ex presidente Aníbal Cavaco Silva. Pero de momento se mantiene en sus 13, y ha nombrado ministro de Asuntos Parlamentarios a Pedro Duarte, un hombre que en campaña fue más allá que Montenegro y propuso apoyar al Partido Socialista (centroizquierda) en caso de que ganasen las elecciones. Él será el encargado de intentar tejer las complejas alianzas que requerirá el Ejecutivo para sobrevivir la legislatura.

Al otro lado, la izquierda –el PS, sobre todo– está obligado a jugar con cierta generosidad y dar algo de oxígeno al gobierno, si no quiere que las reclamaciones de mantener el cordón sanitario no sean más que demandas de cara a la galería. Del mismo modo, esta dinámica no puede derivar en un chantaje permanente por parte de Montenegro. El veto a la extrema derecha exige aparcar parcialmente cálculos partidistas, cooperar y confiar, creer, en definitiva, que se está contribuyendo a un bien superior para el país.

No será fácil, como se vio en la elección del presidente de la Asamblea, donde finalmente PSD y PS pactaron rotarse en el puesto, pero donde el partido de Montenegro votó a favor de una vicepresidencia para Chega. En los próximos meses se verá si Portugal logra aunar gobernabilidad y veto a la extrema derecha, mientras la izquierda reconstruye un proyecto claramente derrotado en las urnas. La historia reciente, en cualquier caso, muestra que, paradójicamente, fueron los años de la inédita y compleja alianza entre las fuerzas de izquierda la que mayor estabilidad dio al país. Por contra, la mayoría absoluta del PS sumió al gobierno en una inestabilidad que ha abierto las puertas, finalmente, a la victoria de la derecha.