Opinión
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Un mesero de París
P

or fortuna, existen aún espectáculos gratuitos que permiten olvidar, durante momentos de relajamiento, la situación bélica mundial y las maniobras políticas cuya finalidad parece ser la guerra. Este original espectáculo, nacido en 1914 con el objeto de exhibir el savoir faire a la francesa, suspendido durante 13 años y reiniciado ahora, es la carrera de los garçons de café en París, es decir, los meseros de los cafés parisienses.

Se trata de una carrera de dos kilómetros, durante la cual los participantes deben caminar con la mayor rapidez que les sea posible sosteniendo una charola sobre la cual reposan una botella de vino, un café, un vaso de agua y, ¿por qué no?, un croissant. Aparte de la rapidez de los participantes en este concurso, la mayor dificultad yace en su habilidad para mantener incólumes, de pie sobre la charola, botellas, vasos y tazas. Detalle curioso pero incondicional de este concurso: agua, café o vino, el mesero no tiene derecho a beber una gota, como tampoco a mordisquear y, menos aún, englutir el croissant.

Otra característica de esta carrera de meseros es la prohibición de correr: el concursante debe mantener su paso rápido sin acelerarlo y convertirlo en otra cosa que un paseo a pie, una simple caminata.

Parisienses y turistas, de provincia o del extranjero, pueden asistir a este espectáculo, en el que no faltan detalles y momentos cómicos: la zozobra de un mesero que ve derramarse el vino de su copa, un resbalón de otro, el pantalón demasiado ancho que el cinturón no sostiene en su lugar.

Camisa blanca, chaleco y pantalones negros, los garçons de café de París son una verdadera institución. A pesar de su apariencia respetuosa con la clientela, son ellos quienes imponen la ley. ¡Cuidado con sentarse a una mesa sin verse autorizados por una ojeada aprobativa del mesero! Corre usted el riesgo de hacerse expulsar de esa silla sin miramiento alguno. Y no trate de hacer trampas con la cuenta: el garçon, pida usted cuanto pida, lleva la cuenta exacta.

Mi prototipo de mesero se formó en un café parisiense situado en el ángulo de las calles del Sena y Jacques Callot: La Palette. Ahí pasaba los atardeceres y parte del anochecer después de terminar la corrección de un libro del cual era la escritora fantasma, algunas tentativas de novela, los artículos que enviaba a México. En La Palette podía encontrar, sin necesidad de darme cita, a grupos de amigos como los que formaban, en la barra del bar, los poetas Daniel Leyva y Guillermo Marino, junto con algunos exilados latinoamericanos o, sentados a la terraza, Peter Bramsen y Roland Topor, en compañía de algunos pintores venidos de otros países europeos o del continente americano.

El mesero que servía la cincuentena de mesas que se extendían en la calle durante los veranos era Jean-François. Iba y venía entre las mesas con su charola cargada de botellas y copas sostenida con su brazo izquierdo. Sin ningún titubeo, recogía vasos y botellas vacías, limpiaba con un solo movimiento la mesa desierta y servía en seguida las mesas aledañas. Ninguna equivocación, ningún olvido. Sin anotar en papel, llevaba en la cabeza las cuentas exactas de consumos, así como de la suma debida.

Jean-François, prototipo emblemático del garçon de café parisiense, llevaba un delantal blanco sobre su pantalón negro. Tres bolsillos en el delantal le servían para guardar billetes y monedas clasificados táctilmente. En Jean-François parecía un vicio discutir de política con su clientela. Cabe señalar que los habitués de La Palette presumían ser de izquierda y nuestro fornido mesero era de derecha. Una sola vez cerró su establecimiento sin ser domingo: fue la fecha cuando el socialista Mitterrand ganó las elecciones.

En una ocasión, me encontré con Jean-François fuera de su cuadro de La Palette. No lo reconocí a pesar de haberlo visto casi a diario durante años. Una persona, sacada de su paisaje, puede acaso perder su identidad. Acaso no se es sin un paisaje.