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Ciudad final, ciudad sin fin
C

uando decimos muy gallitos qué me dura estamos declarando que, si por uno fuera, tal persona, valla o prueba tendría una breve existencia y la estaríamos condenado a la obsolescencia. Sólo que hoy vivimos donde ya nada dura, instalados en el país de las últimas cosas que imaginara Paul Auster. Lo único que dura es el instante. Y no mucho, así se vuelva viral y pese un instagramo de pura ligereza.

Nos hemos crecido una capacidad de olvido monumental. La obsolescencia es un logro colateral de la especie humana en su inacabable búsqueda de ganancias, algo que sólo a ella le interesa, a costa de todas las demás especies depredadoras y depredadas. Acatamos el capitalismo que impone la obsolescencia programada y mantiene cautivos a los consumidores a escala planetaria. Los poderosos llevan siglos inventándose pirámides y catedrales para mirar de arriba a los de abajo; ahora multiplica rascacielos, suelta drones, satélites, aviones; cuenta con máquinas creadoras de la realidad que uno programe, incluida la de nuestra desaparición, paradójica toda vez que el humano siempre ha deseado durar, no sólo sobrevivir, como los demás animales.

En una de sus más hermosas páginas, Alfonso Reyes ofrece una visión de desastre, casi maldición o condena dirigida a los habitantes del Valle de México y valles aledaños, apenas 25 años después de su proverbial Visión de Anáhuac (1915). La breve Palinodia del polvo (1940) es trepidante posdata: ¿Es esta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico? Se refiere a la tierra, al viento, al agua, pero sobre todo a las tolvaneras de aquellos tiempos, cuando los lagos desecados se vengaban de sus destructores cubriéndolos de un polvo que Reyes muerde y lo figura todopoderoso, quizás espíritu, quizás eterno, o dios de plano. Paso a citar el párrafo clave, a tono con nuestras preocupaciones actuales, aunque ya no veamos ni tolvaneras, sólo esmog:

¡Oh desecadores de lagos, taladores de bosques! ¡Cercenadores de pulmones, rompedores de espejos mágicos! Y cuando las montañas de andesita se vengan abajo, en el derrumbe paulatino del circo que nos guarece y ampara, veréis cómo, sorbido en el negro embudo giratorio, tromba de basura, nuestro valle mismo desaparece. Cansado el desierto de la injuria de las ciudades; cansado de la planta humana, que urbaniza por donde pasa, apretado el polvo contra el suelo; cansado de esperar por siglos de siglos, he aquí: arroja contra las graciosas flores de piedra, contra las moradas y las calles, contra los jardines y las torres, las nefastas caballerías de Atila, la ligera tropa salvaje de grises y amarillas pezuñas. Venganza y venganza del polvo. Planeta condenado al desierto, la onda musulmana de la tolvanera se apercibe a barrer tus rastros. (Sí, alcemos las cejas ante la expresión onda musulmana, que a don Alfonso le resulta fatídica).

Un tono similar, aún más angustiado, lo heredan grandes tramos de la poesía de José Emilio Pacheco, autor nacido en plena edad de las tolvaneras que no dejó de narrar, comentar, denunciar, lamentar y cantar nuestra imparable carrera al desastre. El ramillete de valles, llamado Ombligo de la Luna por los antiguos, resultó la trampa que con sus caminos y caprichos tendieron los lagos, los volcanes y los vientos a la incesante población humana en expansión territorial y numérica. Cien pueblos apedrearon este valle, cita Reyes a Carlos Pellicer.

Por alguna razón poco clara me rebota aquí un desenfadado poema de Renato Leduc, quizá como antídoto para la gravedad catastrofista que nos agarra cubeta en ristre, esperando la pipa: Yo soy el libro que no dice nada; / yo soy tinta y papel nada más; / no llevaré a tu mente fatigada / ningún nuevo motivo de pensar. // ¿Academias? ¿Gramática ¿Sintaxis? / Son guardianes del tráfico, lector. // Yo soy como el automóvil que pasa por las calles / a gran velocidad /sonando el claxon y aplastando gente / y sin otra finalidad.

Don Renato, quien se refocilaba en la libidinosa Capital tanto como en la dicha inicua de perder el tiempo y otras levedades, nos enseñó que la trivialidad, o mejor, la liviandad, puede ser profunda si uno le halla el modo. Aludió a la nuestra como tibia ciudad ornada de amapolas / papel de china y cohetes y pistolas, / en otro tiempo que al presente inmolas. La inmolación de sí misma en aras de un futuro siempre breve convierte su presente en una cosa pasajera, es así desde la queja del rey Nezahualcóyotl por la fugacidad de la vida. Y si no hemos acabado con ella tarea es porque no es tan fácil. Cuánto esfuerzo para desecar los lagos. Cuánto trabajo e inversión para crear parques industriales, colonias, ciudades enteras, llenarnos de carros y motos, derrumbar casas para poner edificios, aplastar los cerros, hacer calles de los ríos y sobre ellas puentes y carriles superpuestos.

Amada, odiada, temida, ha dejado rastro indeleble en no sé cuántos poetas. La dicha moderna de Novo, el amor, el amor y el odio de Efraín Huerta, la maléfica ciudad de López Velarde. Incontable sucesión de escombros y edificios de vidrio, el milagro sostenido es que no desaparezca.