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La democracia mexicana: entre olvidos y deterioros
E

l cambio democratizador mexicano significó, entre otras cosas, el tránsito de un sistema (casi) monopartidista sin auténtica competencia a otro plural y competitivo. Fue gradual, pero sistemático e incremental, lo que derivó en elecciones de pronóstico reservado, escribe Pepe Woldenberg (José Woldenberg, Ingenua ilusión, El Universal, 19/3/24), y agrega lo que muchos esperábamos “(…) que ese cambio llevaría a una emulación venturosa entre los partidos: estarían obligados a refinar sus propuestas, a estudiar a fondo los problemas que afligen al país, a invertir para demostrar que eran más serios, estudiosos y pertinentes que sus competidores (…) Contra aquellos pronósticos o deseos, lo que hemos observado es lo contrario. No un intento por elevar el nivel del debate, sino, como ya lo preveían desde la Antigüedad, una competencia a la baja tratando de ganar la voluntad de los más alimentando sus prejuicios, manías y rencores (…)”.

Tiene razón Pepe; yo sólo agregaría que en este tobogán a la baja de la democracia mexicana tuvo un importante papel ese un tanto extraño empeño de políticos y partidos en soslayar toda referencia de fondo a lo que algunos insistimos en llamar la cuestión social. En México, podríamos decir que se había llegado a un consenso en el sentido de que dicha cuestión era una deuda histórica, un rezago perenne.

Uno de sus más agresivos componentes es la desigualdad económica cuya persistencia, extensión y profundidad obliga a tener siempre presente sus raíces históricas: concentración secular de la riqueza, de la propiedad y del poder político. Y de ahí, la oprobiosa desigualdad social de la que tantos buscan sacar frutos.

Este ominoso marco, reconocido y estudiado por muchos desde fines del siglo pasado, se volvió una especie de contexto olvidado, cuando no referencia impertinente, para el despliegue del nuevo discurso democrático. Se llegó a proponer que desde fuera de la competencia democrático-electoral surgirían políticas y recetas para lidiar y superar este nefasto binomio, cuando a todas luces era más que evidente que dicho empeño no podría siquiera arrancar sin un vector de unidad política que sostuviera un auténtico pacto social.

Así transitamos lo que va del siglo y, a juzgar por los dichos y gestos de los y las gladiadoras, podremos seguir hasta el fin de los tiempos. El reclamo de mayor y mejor intervención pública, estatal y de gobierno es desechado y la indispensable reforma fiscal, entendida como parte primordial de una reforma del Estado siempre pospuesta es presentada neciamente, desde el poder económico, los medios y parte de la academia, como una propuesta sin sentido.

Desde la erupción de la crisis de la deuda y la presentación del cambio estructural como varita de virtud, se dejaron en la reserva las políticas y compromisos del Estado para modular consistentemente el reclamo social y se despojó a la política social de su discurso de justicia y garantías progresivamente universales. Así, el desarrollo social como concepto organizador de la acción económica y política del Estado se abandona.

Con la transición llegamos a una democracia electoral y ahí paramos. Atrás quedaron las iniciativas por una reforma política de fondo; ni económica ni social, ni educativa y cultural, dejando el campo de lo público intervenido por una clase política no acostumbrada, ni obligada, a respetar ordenamientos y compromisos; tampoco a proponer, discutir y acordar.

Así, la transición devino en una serie de apuestas oportunistas e imposturas burdas, libre juego de intereses que acabó desdibujando el espíritu del pluralismo político. Un prematuro desgaste que va cambiando de disfraz, pero en cuya base se mantiene un grosero apoltronamiento de actores que, sin haber dejado del todo los usos abusivos del usufructo del poder público, se envuelven en cinismo militante. Abierto desprecio por la política y sus formas, franco rechazo por las ideas y los acuerdos, repulsa al compromiso social.

Necesitamos oxigenar la plaza pública, auspiciar el debate de ideas, sumar fuerzas y discursos, propuestas y crítica. Para salir de la ilusión ingenua, como escribe Pepe, nos urge asumir como un compromiso fundamental el de un pacto político nacional para enfrentar la injusticia social aposentada en los órganos del Estado, las mentes de los ciudadanos, los mezquinos recursos plutocráticos.

La democracia mexicana no será moderna ni políticamente eficiente en una mar de pobreza y desigualdad. Esto lo habrá aprendido ya el presidente López Obrador y habrá que insistirles a los aspirantes que lo hagan. Tendrá que ser a título de suficiencia. Y empezar ya. Sin esperar a Godot.