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Cabildeo y perversión legislativa
I

nformación publicada ayer en estas páginas da cuenta de un registro de 600 cabilderos que operan tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado de la República. Tal registro los describe como personas dedicadas a promover intereses legítimos de particulares en ambas cámaras, pero no consigna sus asuntos de interés ni las comisiones en las que buscan incidir. Más allá de ese índice, en el que no necesariamente figuran todos los cabilderos, en el país no existe reglamentación alguna para la actividad de quienes buscan influir en las decisiones de los legisladores.

El cabildeo o lobbying, como se le conoce en inglés, está situado en una zona gris entre lo legítimo y lo ilegítimo, entre la tarea de aportar información relevante a los hacedores de leyes –quienes, por lo demás, no son expertos en todo– y la presión o el soborno para obtener votos en un sentido determinado. Como lo señalaron Jorge y José María Fernández-Rúa, expertos en prácticas de cabildeo, hay una línea poco clara entre dar elementos de juicio a los legisladores para que éstos puedan tomar mejores decisiones en el diseño de las leyes y el tráfico de influencias.

La pertinencia de regular y acotar esta actividad salta a la vista si se considera la aplastante fuerza de los cabilderos en el Legislativo estadunidense, donde los que trabajan para la industria armamentista han sido capaces, por ejemplo, de impedir la adopción hasta de las más modestas regulaciones para la venta, tenencia y portación de armas de fuego; algunas investigaciones periodísticas incluso han documentado la labor de los lobbyists contratados por empresas propietarias de prisiones para torpedear cualquier reforma que descriminalice el ingreso al país sin documentos migratorios, con el fin de seguir contando con reclusos cuyo ingreso a la cárcel justifique cobros al gobierno.

Aunque en México no se cuenta con documentación precisa sobre los efectos del trabajo de los cabilderos, no hay motivos para suponer que el panorama legislativo de nuestro país está exento de malas prácticas como las que tienen lugar en el país vecino. Por el contrario, en momentos en que se aproximan intensos debates en San Lázaro y en el Senado para procesar el ambicioso conjunto de reformas enviadas por el Ejecutivo federal, y habida cuenta de la diversidad y magnitud de los intereses que se verían afectados por ellas, es razonable dar por hecho un nutrido cabildeo.

En tal circunstancia, salta a la vista la necesidad de regular y fiscalizar estrechamente esta actividad para evitar que pervierta el quehacer legislativo y que se traduzca en la corrupción de legisladores. Por ello, es deseable que ellos mismos establezcan un marco reglamentario para que sus encuentros y comunicaciones con personas interesadas en promover acciones legislativas determinadas tengan lugar en un entorno de total transparencia, así como para evitar los conflictos de intereses.

Más aun, es deseable que las interacciones entre hacedores de leyes y ciudadanos interesados se lleven a cabo exclusivamente en foros y parlamentos abiertos en los que puedan expresarse quienes tengan algo que aportar a los procesos legislativos.