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Elecciones entre redes y bajo las cuerdas
L

a cuestión que se presenta ahora no sólo es saber quién ganará, en legal contienda aunque no precisamente buena lid política, las elecciones presidenciales del 2 de junio, sino cómo estarán los hoy exaltados humores públicos dentro de 90 días, cuando se haya terminado la larga temporada electoral. Las batallas de lodo desplegadas desde y hacia las redes sociales no parecen tener fin ni cauce, mientras el terror criminal cunde en los pasillos de candidaturas y activismos.

Las ideas escasean al por mayor, al tiempo que la suciedad y la vaciedad electoral comienza a sofocarnos; los golpes bajos abundan. La competencia por el voto privilegia los pleitos ad hominem, las acusaciones y descalificaciones, leña verde para enturbiar y crispar los humores.

Si bien es cierto que hoy buen número de mexicanos acude a las urnas, vota y cumple con algunas de sus obligaciones, no es exagerado afirmar que se han desgastado las expectativas que acompañaron aquellas primeras jornadas de participación democrática electoral. Nada que ver lo que en la actualidad nos pasa con lo que antes inundaba un espíritu cívico naciente, pero lleno de promesas de pronta maduración.

Por lo pronto, y por mal que nos pese, digamos que aquel travieso sentimiento de invención de una vocación escondida bajo el peso del corporativismo corriente en que habían devenido el nacionalismo y el reformismo de antaño, siempre inconclusos por lo demás, aterrizó en estos tristes años en un viscoso sentimiento de pérdida de un ánimo festivo que muchos pensaban daba para mucho más.

A la pérdida de este ánimo festivo en torno a los procesos electorales han llevado varios fenómenos, poco atendidos y menos entendidos, pero bien aferrados a aquel espíritu cívico que tanto nos entusiasmó. No sólo está, aunque por sí mismo es una amenaza mayor, la brutalidad de la violencia ejercida por los incontenibles grupos criminales, sino la trivialidad del discurso, la vulgaridad de los procesos de selección de candidatos, la displicencia con que se observa el majadero salto de los chapulines. Sobresale así el cinismo de los políticos, cuyo único aterrizaje no podía ser sino la degradación progresiva de su propia actividad.

Quienes aprendimos a respetar la política cuando era objeto del más majadero de los secuestros, imaginamos que además de la adecuación, la aclimatación, las reglas y los acuerdos político-electorales entre los diversos actores, a la llegada del pluralismo en nuestros órganos de representación seguiría la construcción de una renovada cultura política, una nueva comunidad capaz de acordar, en libertad y en conjunto, la recreación de nuestras instituciones. De poder romper los moldes caducos del viejo y corporativo Estado y trazar nuevos caminos para nuestro desarrollo social, económico, político. Cultural en suma.

Eso no pasó y ahora, otra vez, tenemos que hablar, y fuerte, no sólo del precoz deterioro de nuestra construcción democrática, político-electoral, sino de la multiplicación de las bandas delincuenciales, que actúan para sí mismas o en apoyo a los grupos de poder que se disputan el control de los territorios y los gobiernos en todos los niveles del Estado, sin que hasta hoy sea posible hablar de un verdadero dique de contención contra la potencial intromisión de estos grupos. Los riesgos son muchos y graves. No actuar con la debida energía y contundencia para cortar, de tajo, la convivencia de la violencia con la política, sea ésta electoral o no, tiene varios efectos no todos claramente discernibles hoy.

Es necesario parar la tendencia, evitar no sólo que la política se convierta en un mamotreto que a los ojos de muchos sea algo inservible, ineficaz, que sólo corrompe y protege intereses de algunos, también renunciar al uso y abuso de discursos chabacanos y polarizantes como los que insisten en reducir la compleja y variopinta sociedad mexicana a una pugna entre la sabia bondad del pueblo y las chapucerías y mala leche de los malos y traidores, inconcebible caricatura trazada por una descompuesta moralidad.

Urge reconstruir nuestra república, tarea que implica no sólo una efectiva reforma del Estado, la erección de un auténtico estado de derecho y derechos, sino recomponer y rehabilitar nuestras relaciones sociales, comunitarias. Éste es el gran desafío, cuya atención requiere replantear nuestras prioridades nacionales. Responsabilidad mayor no sólo de los poderes formales y los partidos, sino de todas las fuerzas políticas y grupos sociales: rencauzar nuestro desarrollo, recrear nuestra democracia, mantenerla viva mediante la participación ciudadana, el intercambio plural y respetuoso, el equilibrio de poderes, el mejoramiento de nuestras instituciones y órganos autónomos, así como el respeto a las leyes y los ordenamientos.

El cambio de gobierno ya está a las puertas, todavía es posible enderezar el rumbo y desenredar las redes. Y reinventarnos con una nueva pedagogía.