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Aprender a morir

Cristina, desayunos

I

njustamente olvidada si no es que prácticamente enterrada a raíz de la desaparición del Grupo Novedades y la desmemoria de algunos, la primera época de la revista Vogue México (1979-81), en cuyo directorio aparecía como director Nicolás Sánchez Osorio, que en realidad se la pasaba de viaje o en eventos sociales, por lo que desatendía la publicación y retrasaba notablemente las fechas de cierre, quien la editaba-empujaba era el autor de esta columna. Si bien el contenido principal era de moda, belleza y estilo de vida, el resto de la publicación se hacía en los tiempos prefijados, gracias a la invaluable asesoría de Isaac Arriaga y al desempeño del equipo de arte de Samuel Betanzos. En la corrección de estilo estaba medio tiempo Carmen Boullosa.

El apoyo del director general del grupo, Fernando Canales, fue decisivo para que desde el primer número aparecieran colaboraciones regulares de firmas como Alaíde Foppa, Margo Glantz, Sergio Fernández, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. “Oiga, Vogue es de moda, no de intelectuales”, reparó don Fernando. Pues que las lectoras adornen también sus ideas, repuse, y el hombre aceptó. Por acuerdo previo, a Alaíde y a José Emilio les llevaba el cheque mensual a su domicilio, a la primera por la tarde y al segundo por la mañana muy temprano.

Fue entonces que conocí a Cristina Pacheco, quien, luego de dejar a las niñas en la escuela y antes de ir a su trabajo, ofrecía que desayunara con ellos. Me sorprendió que no hubiera una empleada, sino que Cristina, con la eficiente naturalidad que la caracterizó siempre, preguntaba: Revueltos o estrellados, y yo, emocionado con aquellos anfitriones más que encajoso, añadí la primera vez: Con tocino, por favor. Y ella, asertiva y graciosa, respondió: Hoy te tocó chorizo, la próxima habrá tocino. Y lo hubo en ocasiones subsecuentes.

Decidida y gentil, cargada de compromisos autoimpuestos que cumplía sin alarde, discretísima al dirigirse a su prestigiado marido en presencia de extraños, jovial sin estridencias, apuntalando su mundo propio e incluyente, Cristina iba a la cocina, traía café y fruta, cocinaba huevos, servía frijoles, desayunaba y, por si faltara, en más de una ocasión en su pequeño auto me llevó de la Condesa a la calle de Balderas, donde, de milagro, se hacía Vogue México, de camino al Politécnico, a alguna entrevista o rumbo a su congruente, sensible y ejemplar trayectoria profesional.