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Napoleón: la última batalla
L

o que impresiona en la innumerable historiografía de las hazañas de Napoleón, que se extiende desde las primeras crónicas tempranas de 1803 hasta la investigación pormenorizada de Jefrey Compton de 2023, no es tanto el carácter polémico de su figura, sino la pervivencia de las aporías que atan una vida de antípodas. Se trata del artífice del primer Estado europeo auténticamente liberal y, a su vez, del rostro que expresa sus pliegues más inclementes. Es quien encarna al espíritu de la revolución y, a un tiempo, el creador del arquetipo moderno del estado de excepción. El enemigo consagrado de las monarquías de su época que deviene, él mismo, por propia mano, en un rictus casi absurdo de autocoronación que deja impávido al Papa, un emperador. Autor de un código que cifra las libertades individuales básicas –modelo de las futuras constituciones republicanas– y que restituye la esclavitud en Haití. Preservó la soberanía de Francia ante siete intentos de horadarla por parte de las Santas Alianzas, pero con un ejército que anunciaría el carácter devastador de la guerra moderna.

¿Quién fue Napoleón Bonaparte?

Antes que nada: el traductor del concepto de igualdad al ámbito de la violencia. Si la era del terror empleó la guillotina para decapitar a la aristocracia, en 1795 el artillero corso recurrió a los cañones para lograr el efecto… sólo que en las calles de París. Un nuevo soberano se había apoderado de la ciudad: un ejército recaudado en los barrios más bajos y pobres de la urbe, ahora convertidos en las figuras góticas de una gesta mítica. Es el momento en que el hombre de la calle, incluso el que ni siquiera se atreve a la calle, puede empezar a aspirar a un lugar público. Napoleón tenía una predilección por el gesto absurdo. Estaba convencido de que era lo único que valía en un político. Por lo pronto, fue el bizarro camino en el que el súbdito devino un ciudadano.

Y años más tarde, el emperador se encargaría de abrir paso a su dimensión épica. En 1791, la Asamblea Nacional promulgó el insólito decreto de transformar a la recién construida iglesia de Santa Genova, patrona de París, en el Pantheón, un templo al que se destinarían los cuerpos de los hombres ilustres de Francia. Tan sencillo y común como puede parecer hoy en día, la revolución daba así un giro inédito al significado de la muerte. Hasta 1790 existían en principio dos maneras de extraer sentido de la muerte: la agnóstica, que databa de Sócrates, y la religiosa, que prometía una vida mejor que la perecedera. Entre la Asamblea Nacional y la impecable intuición de los mecanismos míticos de la modernidad de Napoleón, se inventó la manera moderna de cifrar una vida a través de la muerte en otra casa común, la nación. Era el mérito de quien fue –súbdito, siervo o noble– lo que se consagraba en el Pantheón. El destino de la posteridad le era así arrancado a la religión. Se trata ni más ni menos que de la logísitica de la heroicidad moderna, y no sólo en el ámbito militar. Era la primera vez desde Roma que a un filósofo, Voltaire, se le erigía una estatua. El nombre de la diferencia tenía ya su signatura: la democratización de la muerte, como escribe Reinhart Koselleck.

Quien captó de inmediato la radicalidad de esta revolución mítica y simbólica fue, sin duda, Hegel. Y fue precisamente en la época en que ocurrió la entrada de las tropas napoleónicas a Jena, donde el filósofo impartía clases en la universidad. Sin este encuentro furtivo, resulta casi imposible descifrar el capítulo sobre El amo y el esclavo, que define a toda la Fenomenología del espíritu. En una de sus cartas a Holderlein escribe: en esos caballos llenos de polvo, miseria y devastación se encuentra la tragedia de la nueva gloria.

El otro momento donde el bonapartismo sublima acaso sus antípodas se encuentra en la reformulación de ese concepto de tragedia. Tal vez Marx sea su grammata, cuando redacta el famoso axioma sobre el accidente del retorno con el que se inicia el texto del XVIII Brumario de Luis Bonaparte: la historia se repite siempre dos veces; primero como tragedia, después como farsa. La farsa era obvia y tenía nombre: el sobrino de Bonaparte, Luis. ¿Pero y la tragedia? No queda en absoluto claro. Si de algo es héroe Napoleón, es del pragmatismo moderno, que precisamente no acepta ningún tipo de heroicidad. Sí en cambio es quien condena la revolución a su tragicidad: la restauración. Y uno podría pensar que se trata del último resabio místico de cualquier poder conservador. Pero no es tan sencillo. Napoleón tiene un momento de fuga prácticamente enloquecido en 1815. Y esa fuga se llama: Waterloo. Es tal vez la única escena realmente lograda de la película de Ridley Scott. Cuando Wellington observa cómo Napoleón acompaña a su tropa combatiendo, en efecto, como enloquecido. Y exclama: ¡Está fuera de control! En Waterloo perdió todo. Y sin embargo, es la derrota autoinflingida más inteligente de la historia moderna. El vencido, y no el vencedor, puede ser así el autor de la historia, el que la escribe.

En la vida, el desenlace, la escena final, lo es todo. Hay que saber morir. Se trata de una de las artes de la vida. Y tal vez Napoleón sabía de esto.