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Otro fin de año
L

os fines de año ponen a muchos a examinar lo que sucedió e, incluso, a evaluarlo. Siempre me he preguntado cómo es que se tasan esos pasados 365 días. ¿Desde lo personal, lo corporativo, lo nacional? ¿Desde lo escandaloso o desde lo memorable, si es que eso todavía existe? Un conocido, cuya sabiduría es aún una incógnita, me respondió al preguntarle cómo estaba: Vendí 2 por ciento más este año. Para borrarme esa respuesta de la cabeza, traigo en este instante lo que escribió Claudio Magris: Al atravesar el mundo, dejamos pedazos de nosotros mismos en lugares y paisajes, pero también en el corazón y los ojos de algunas personas, como jirones de un vestido rasgado por arbustos espinosos durante una carrera para escapar. Los años deberían evaluarse por esos jirones que dejamos en los ojos de otros.

Pero si hubiera que evaluar mi año desde lo individual, quizá diría que simplemente sucedió. Nada de lo bueno que fue dependió enteramente de mí, y lo malo casi podría decirles que ocurrió, así, sin más, como la vida, los dioses, la suerte, los accidentes, lo contingente. En nuestra cultura, lo contrario del fracaso no es el triunfo o el éxito, sino ganar. No gané nada este año, porque no vivo en una competencia. Mi cuerpo, como cada año, falló varias veces. No supe responder a varias preguntas, como siempre me ocurre. Malinterpreté muchas veces las intenciones ajenas, como me sucede desde niño. Escuché elogios, pero sólo se me quedaron las críticas, como me sucede desde la adolescencia. Dirían uno de esos entrenadores de vida que son puntos de mi personalidad que tendría que arreglar con respecto a quién sabe quién que vivió bien, con excelencia y calidad, como si fuéramos el motor de un coche. Pero estoy ya en la edad en que ha dejado de preocuparme por mi identidad y me angustio más por mi mortalidad. A eso le llaman madurar, supongo.

La idea de la carrera profesional, como su nombre indica, es que vas hacia adelante montado en el carro jalado por los caballos de Platón. La identidad en el siglo XX fue dada por ese trabajo por el que te pagaban un salario. Había que ascender de puesto o ganar más dinero o, incluso, recibir algún reconocimiento público, aunque fuera en la sala de juntas con un diploma de la compañía. Ahora se mide en seguidores y likes. Siguen siendo los jefes y sus oscuros criterios los que te dan un éxito que todo el tiempo te han dicho que depende de ti. Imagínense amarrar el valor de una vida a tan dudosos juicios. Y, sobre todo, tan infrecuentes. En este año que pasó he pensado que todo mundo tiene el derecho de fracasar cientos, miles de veces y que nadie debería estar obligado a sacar enseñanzas de ello. La vida tiene distintas formas de ser y lo que nos ocurre rara vez arroja una lección que te propulse del fracaso cotidiano a lo insólito del triunfo. Que digas: ¡Eureka! como si seguir viviendo fuera como resolver un enigma o una ecuación. El presente de caerse de uno de los caballos de Platón es preguntarse cuándo debes volver a montarlos, cuándo debes de cambiar de caballos o, incluso, si sería mejor para todos que abandonaras la equitación.

Las promesas de la cultura que habitamos –el éxito profesional, la eterna juventud, la armonía política y la intimidad duradera– están dominadas por la privatización. Además de hacer débil al Estado y fortalecer a los monopolios, reorientó las responsabilidades personales. El pecado y la condena se desplazaron de la religión al fuero interior. La vergüenza por fallar tiene en el centro que los otros nos dejen de admirar, amar, reconocer. Cuando fallamos, tenemos un duelo de las personas que pudimos haber sido, mejores versiones –dice el entrenador vital– cuando esas habitaban sólo en nuestras mentes, ahora dolidas por su suerte. A la fortuna nunca hay que tomarla como algo personal. Porque fallar es sólo la experiencia de vivir, común a todos nosotros. Lo que es una aberración es no fallar, aunque nos traten de dorar la píldora con sus historias de éxito, como si fueran un asunto de esforzarse más. Porque reconocer que el mercado falla sería el equivalente a la muerte de Dios; es mejor decir que es el individuo el que fracasa por una zona errónea en su personalidad.

Viendo a la gente que deambula por la calle en año nuevo, he pasado muchas horas ante la ventana. No me interesan los que van a alguna cita con amigos o familiares. Me interesan los que deambulan sin dirección concreta, los solitarios absolutos en el paso de un calendario a otro, los que se agitan dentro de sus mentes buscando una forma de sobrellevar el desamparo. No tener a dónde ir es, como decían Los Beatles, una emoción mágica. Es un amor incondicional por estar vivo. Y justo es lo que habría que tasar si es que nos vienen las ganas de pasar exámenes de las propias experiencias de este 2023 que se nos va. Natalia Ginzburg opone virtudes pequeñas a grandes. Aquellas serían enseñar a los niños el valor del dinero, trabajar duro, aplicarse para los exámenes. Pero las grandes serían la generosidad, dignidad, valentía, veracidad y el amor por la vida. Quizá esos deberían ser los criterios si quisiéramos evaluar lo experimentado. Esos jirones en los ojos de los afectados, a quienes tocamos, como las pelotas del billar en un punto que hizo que se movieran.

Pero eso es si crees que la vida es un examen. Yo no lo creo. Es más una vocación.