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El gusano, los tenis y la candidata
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ara nadie fue sorpresivo que las campañas se estén definiendo de acuerdo a su relación con la memoria, el futuro, y la política. Basta ver, por ejemplo, la candidatura de Xóchitl Gálvez por el Frente opositor: no existe en ella el pasado que, en su caso, reclamaría un deslinde imposible de las administraciones corruptas y represivas del Prian y el PRD. Su principal enemigo es la historia reciente: cómo los desatinos y rapacerías de seis sexenios explican en buena medida las terribles condiciones en que López Obrador recibió el país. A la oposición le ha bastado exigir que se deje de hablar del pasado y se actúe en el presente, como si lo condenable fuera la gestión de los desastres nacionales y no los desastres nacionales en sí mismos.

La candidata de la oposición tiene, entonces, la consigna de insistir en las gelatinas, es decir, en un pasado sólo personal, lleno de capas que no necesariamente coinciden para considerarlas una verdad biográfica, pero que se usan para generar un modelo de lo que debería ser el país: la anécdota personal sustituye al plan nacional; se vota por una persona aparentemente para premiarla por su éxito, como en una competencia de reality show; y la arriesgada suposición es que, si es cierto que esta mujer empezó vendiendo gelatinas y acabó firmando contratos por mil 400 millones de pesos, entre otros, con el Instituto de la Transparencia, hará lo mismo con el país. En ese pasado individual no existe ya la memoria sino como eventos contradictorios que se anulan unos a otros. Ante la evidencia de conflictos de intereses entre su éxito, su profesión, y su riqueza personal, hay cierta tentación de convalidar la corrupción. Sin referirse a los contratos durante su gestión en la alcaldía Miguel Hidalgo, lo que queda de la fábula de las gelatinas es una idea de un país con gente abandonada que no cuenta más que con su astucia para enriquecerse. Sin decirlo, se refrenda la corrupción como habilidad.

Es también un país donde las conquistas colectivas no pueden asumirse como propias porque no vienen de sobresalir, incluso, a expensas de la propia honestidad, de entre una masa haragana en el sur y sureste –que es lo que ha dicho la candidata–, y una en otros lugares que no ha entrenado sus habilidades latentes. Pero, al decidir el PRI, el PAN y el PRD por hacer este tipo de campaña para que votemos por alguien que asegura que es un ejemplo para los demás, deja intocado el tema de la corrupción que hace negocios privados aprovechando su cargo público.

Recurren, entonces, a otra argucia que es contraponer, sin mucho éxito, a la que hace con la que investiga, que sería Claudia Sheinbaum. Ante el escándalo de su certificado universitario, Gálvez insistió en que la acción era más importante que el saber, en una cita –por supuesto inconsciente–, del darwinista social Herbert Spencer. Su, digámosle, pragmatismo sería la propuesta de prohibir las cervezas micheladas para bajar la delincuencia o condenar a un régimen que ella supone que gobierna Elías Canetti. A pesar de que utilizó una imagen suya derrumbando con un mazo una construcción ilegal, tuvo que borrarla de su red social porque recordaba el escándalo de corrupción del cártel inmobiliario que formó Acción Nacional en la capital de la República.

Así, la candidata fresca, con chispa no tiene pasado claro, pero tampoco idea de un futuro. El tema es crucial: si se deshistoriza a los dirigentes para borrar toda referencia a la corrupción y la represión del Prian, sólo queda la catástrofe como idea despolitizada del futuro. La catástrofe, utilizada con éxito por Javier Milei en Argentina, se asimila en México a la noción de destrucción. Desde hace cinco años, no obstante el desarrollo económico sin deuda, la salida de la pobreza de cinco millones de mexicanos y la inauguración de vastas obras de infraestructura, el Frente Opositor ha insistido en la destrucción de México, casi como conclusión lógica de su campaña de 2006, la del peligro. En la catástrofe no hay responsables, ocurre de manera natural, y no requiere que los simples votantes se conviertan en ciudadanos. Su doble perfecto es la conspiración, esa angustia de tratar de explicar lo que excede a un individuo aislado, impotente, con la euforia de contar con una explicación coherente que elimine la política, ese actuar colectivo hecho de contradicciones. El Frente ha fomentado varias conspiraciones sin mucho éxito: que se suspenderían las elecciones con el pretexto de la pandemia, que se prepara un fraude electoral, aunque el Presidente tenga la aprobación de ocho de cada 10 mexicanos y Claudia Sheinbaum ronde los seis de cada 10 y, últimamente, que todas las encuestadoras mienten al unísono y no pueden ser tomadas con seriedad.

Así llegamos al episodio que da título a este artículo. En un acto con universitarios, la candidata Gálvez presentó tres cartulinas con dibujos, como si estuviera en una reunión de prescolar. Una mostraba unos tenis naranjas en referencia a la campaña de Samuel García para la gubernatura de Nuevo León en 2021. Otra, un gusano con los rasgos faciales de las caricaturas que el Frente ha generado contra Claudia Sheinbaum. Por último, una fotografía suya con el brazo en alto y agregó un adjetivo de superioridad, de notoriedad, y de salirse con la suya: chingona. Quiso, hasta donde alcanzo a entender, generar entusiasmo hacia la caricaturización de sus contrincantes contrastándola con ella misma, como persona fotografiada. Fue el final, incluso antes de que comiencen las precampañas. No existen ya ni siquiera las palabras ni las personas, sólo objetos cuya representación debiera, según sus asesores, generar entusiasmo por quien los presenta. Fue, como diría en otro momento José Emilio Pacheco, el grado Xerox de la política.