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El estante de lo insólito

El escapulario

“Huyeron… pero me asomé y encontré extendidos todos los mundos demenciales de los que mis sueños habían hablado.”

La ventana, de H. P. Lovecraft

L

a tradición de las leyendas que pasan de una generación a la siguiente incluye siempre mitos sobrenaturales, en los que cada pueblo tiene sus efemérides extrañas, sus anécdotas inexplicables, sus fantasmas de cabecera. La literatura y el cine mexicanos han hecho buen eco de muchas de esas historias para nutrir sus relatos. El terror y el horror cinematográficos de nuestro cine ocupan un espacio importantísimo entre las preferencias del público, dejando clásicos que son revisitados con la misma emoción con la que sobresaltaron a los espectadores que acudieron a su estreno. En la primera línea de esas joyas está la inquietante película El escapulario.

La dirección precisa

El cineasta Servando González debutó en 1961 con el largometraje Yanco. El filme, de gran calidad narrativa y estupenda dirección, sorprendió a todos, no sólo por su condición de cinta independiente, alejada de los cobijos financieros y de servicios que proveían los grandes estudios y casas productoras, sino porque entró en parámetros de altura con un director debutante. González era un hombre ligado al cine, incluso había trabajado en áreas de operación para revelado en los Estudios Churubusco. Entraría y saldría de lo administrativo con el tiempo (siempre fue cuestionado por filmar material para dependencias oficiales y ocupar cargos públicos), pero decidió que la dirección era el terreno que más le interesaba.

Su primer trabajo tituló también a su empresa: Producciones Yanco. Pero, antes de su segunda cinta nacional, el director tomó un relevo inesperado para convertirse en el primer mexicano en dirigir en Hollywood con The Fool Killer (1965), con Anthony Perkins, quien cargaba ya con el estrellato que le había dejado la gran obra de Alfred Hitchcock Sicosis (1960). Sin que la película tuviera mayor impacto y sin pretensión de seguir allá, González volvió para hacer otra pieza clave del cine mexicano: Viento negro (1964). El aprecio crítico de ese trabajo fincó su carrera. Siguió Los mediocres (1965), antes de adentrarse en el reto de hacer género de horror.

El escapulario

Estrenada en el convulso 1968, El escapulario abre con un fusilamiento. El revolucionario Julián (Carlos Cardán) está a punto de ser pasado por armas pero, cuando ya casi se despide del mundo, muestra el gran escapulario que destaca sobre su pecho. El destello de la pieza deslumbra y despierta algo en el soldado Federico (Federico Falcón) formado en pelotón de fusilamiento. De momento se ignora el desenlace pues, tras firma de la casa productora, pasamos a las calles de un pueblo.

La historia arranca situada en el México de ayer, y a apartir de ahí reconstruye el recorrido de un escapulario que puede considerarse mágico, arte de bendición mayor o amuleto maligno capaz de transformar la voluntad de los hombres, cruzar en el tiempo o de perdurar la vida de su poseedor. Cada acto dramático parte del relato que la madre, María Pérez (Ofelia Guilmáin), hace de la historia de sus hijos como confesión en el lecho de muerte. Cada uno ha sido salvado en su momento por el poder sobrenatural de esa prenda religiosa. Entrando y saliendo del recuerdo doliente de la madre, el padre Andrés (Enrique Aguilar, como sacerdote) escucha la crónica de la pieza y lo que provoca en un impecable guion que firman, además del director, Rafael García Travesí y Jorge Durán Chávez.

Las historias y la cámara que las ve

Un bandido (José Chávez Trowe) convence a su hermano de no asaltar al cura que deambula en la madrugada, porque seguro va a dar los santos óleos a alguien. Mejor cuando regrese. Ansina no será doble pecado. Ese retraímiento de los malhechores permite que el cura se apersone, dirigido por alguien (en gran dechado técnico, la cámara pasará de forma continua de ser punto de vista de algún personaje a visión de testigo de los hechos) a una vivienda amplia de construcción clásica de viejo caserón o hacienda, con arcos al interior y fuente central.

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▲ Ilustración Manjarrez / Instagram: Manjarrez_art

María comienza cronológicamente el recorrido del talismán, lo que lleva al espectador al episodio de arranque, en el que Julián va ser fusilado. Previo a que lo fulminen, solicita que a su muerte se le entregue el escapulario a su madre. Ante el desconcierto del capitán (Jorge Lavat), llega un jinete sobre el límite con la orden de no ejecutar al prisionero porque será interrogado. Por la noche ocurren dos hechos graves: hay orden para darle ley fuga y Federico es casi muerto por sus compañeros al querer robar el escapulario. El amanecer trae una niebla tenebrosa que enmarca una decisión del soldado Ruiz (José Carlos Ruiz), esto es, no permitir que se mate al sublevado. La explicación entraña mucho del espíritu que se siente genuino en los personajes, desde el soldado, el ladrón, el talabartero y el cura. Todos tienen convicción de lo que son y de lo que aspiran. La declaración del soldado es cruda, lo que no le resta un rasgo poético: “Pos tal vez pa´ ti sea equivocado, pero yo soy un soldado orgulloso de mi uniforme. Cuando te íbanos (sic) a fusilar, yo te iba a atinar en el merito corazón, pero pos ora, queren matarte a la mala; cazarte como un animal y pos… pos no es igual”.

Narrador dueño de la técnica, González no podía tener mejor mancuerna con el fotógrafo Gabriel Figueroa, con quien hizo una ejecución impecable mediante el uso de lentes angulares y hábiles movimientos del operador de cámara Manuel González, con algo de prodigio en momentos claves. El relato es capaz de modelar personajes sólidos en unos cuantos trazos, con deslumbrante empleo de planos secuencia y tomas en grúa (cuando Julián sale de una troje y la cámara lo sigue a distintas alturas, con monta de caballo y cabalgata en fuga, es uno de los muchos momentos sublimes en el uso del lenguaje cinematográfico), para construir este clásico formidable del horror nacional.

Los rostros y los técnicos

Pasando por el heroísmo revolucionario de Julián (Carlos Cardán), el amor a toda costa de Pedro (Enrique Lizalde) cuando quieren escamotearle los besos de su amada Rosario (Alicia Bonet), con los fabulosos Eleazar García Chelelo de tío sordomudo, Jorge Russek de tío aprovechado, Manuel García Marver como soldado informante y Manuel Dondé de temeroso y escandalizado velador, la cinta está llena de buenos momentos, con un sobrecogedor pasaje del ahorcado, advirtiendo de la muerte desde el más allá, y un sorpresivo y estremecedor final que preferimos no revelar para quienes se acercan a la película por primera vez, sólo se debe enfatizar que es auténticamente imprescindible.

La película cuenta con gran trabajo artístico de Manuel Fontanals, exacta edición de Fernando Martínez y una muy efectiva banda sonora de Gustavo César Carrión. Para cada nuevo espectador, pese a los grandes avances tecnológicos y la gran acumulación narrativa del género, sigue siendo un relato sorprendente, lo que es auténtica victoria ante el efímero consumo de contenidos audiovisuales. El polvo, las telarañas y la maleza que cubren los recuerdos sombríos en el aura tenebrosa del epílogo en El escapulario no han envejecido el vigor horrorífico del filme.