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Reseña
Nacidos en la antesala del infierno
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▲ Fotograma del documental Nacidos en Gaza, del periodista y realizador de origen argentino Hernán Zin.
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na decena de niños y niños de Gaza en quienes uno no percibe rastros de lo animal, lo despreciable, ni de las pequeñas serpientes que describe la alta propaganda del régimen israelí. Su común denominador es que nacieron allí. Personajes reales, encantadores, pero tan, tan tristes. Y tan increíblemente fuertes. Con una claridad expresiva que denota, si no educación, civilización e inteligencia superiores y muy heridas. El documental Nacidos en Gaza, del periodista y realizador de origen argentino Hernán Zin, con amplia carrera en España, debería ser obligatorio en todas las escuelas del mundo. Empezando por las de Israel.

Sin un gramo de propaganda o demagogia, sin antisemitismo ni fundamentalismo algunos (más laico no podía ser, ni Dios ni Alá asoman las narices), el documental de poco más de una hora, disponible en la plataforma de Netflix, registra hechos de 2014, las secuelas de una de esas guerras que ocurren cada dos años como reiteran los entrevistados. Sirven de antesala al horror que ahora presenciamos allí mismo, que devora las noticias y llena al mundo con mentiras y horrores. ¿Quién hubiera dicho que Israel, el pueblo de Dios, con su alta espada vengadora, encarnaría el vómito de la historia? Ya había publicado en 2007 el libro de reportajes Llueve sobre Gaza.

Autor de numerosos documentales producto de su experiencia como reportero de guerra y figura del cotilleo de las celebridades hispanas, ha trabajado en unos 50 países, la mayoría jodidos, en África, Asía y América, Hernán Zin (Buenos Aires, 1971) mantuvo durante 10 años el blog Viajes a la guerra, que reportaba los conflictos donde los hubiera. En Morir para contar (2018) retrata los efectos de la guerra en los corresponsales profesionales, sus colegas, y él mismo: cómo viven, o mal viven, después de los horrores y las muertes que ha presenciado y testimoniado. La guerra contra las mujeres (2013) recorre 10 países en tres continentes para documentar la depredación bélica del macho guerrero, que hace de las mujeres botín y trofeo.

Otro más, Nacidos en Siria (2016), sigue por Europa a otra decena de niños y niñas que huyen de la muy internacional guerra civil de Siria en su peregrinar hacia donde se pueda, del Mediterráneo al corazón de Europa a través del racismo y el desprecio en Rumania, Hungría, Eslovenia o Austria. Hijos e hijas de las pateras, renacieron al huir de los escombros de Alepo o Kurdistán, los cuales lucen igual que los de Gaza, pero al menos lograron salir. Estos documentales de Zin tienen de fondo las maquetas de la muerte.

En Gaza, donde el mar, el desierto y los túneles no llevan a ningún lado, la población está atrapada en el centro concentracionario más grande del mundo, y quizá de la historia. Los niños que hablan para la cámara de Zin, heridos del cuerpo y la mente, abrasados por sentimientos demoledores, perdieron amigos, hermanos, tíos o son huérfanos, y cuentan sus historias peripatéticamente, pues en Gaza no parece haber dónde sentarse o yacer que no sean ruinas. Las familias beben té y se congregan entre escombros.

Imaginémonos la situación actual, si ya en 2014, 80 por ciento de la población dependía de la ayuda humanitaria y la mitad era desempleada, donde 24 mil familias de agricultores y ganaderos habían abandonado sus tierras arrasadas por las bombas israelíes y 3 mil 600 familias de pescadores de la costa mediterránea habían perdido sus fuentes de trabajo. Estos testimonios nacidos en Gaza salen de la boca de menores, entre seis y 12 años, y simplemente ilustran con dolor sobrehumano lo que informan las cifras.

En la ciudad de Rafá, el niño Rajaf se pregunta una y otra vez por qué bombardearon los israelíes intencionadamente la ambulancia donde su padre llevaba 17 años salvando vidas. Para los invasores eso lo hacía inmensamente peligroso, lo mismo que a los 12 heridos que había levantado de las ruinas humeantes. De su padre, Rajaf sólo vio un pedazo de carne de éste tamaño (y lo ilustra entre sus dos manos). Lo considera héroe entre los héroes, no un mártir. Para Israel, médicos, enfermeras y rescatistas representan blancos de guerra, aunque su alta propaganda sostenga que Israel no bombardea hospitales nunca como la embajadora en México Einat Kranz Neiger declaró el pasado 18 de octubre). En 2014 hubo 50 médicos y enfermeras heridos, y seis muertos. Hoy, ni quien lleve la cuenta.

Malak, casi púber, padece cáncer; la trataban el Tel Aviv, pero como cerraron la frontera, pues ya no. Durante los bombardeos, junto con centenas de personas, se refugió en Yabalia, una escuela de la Organización de Naciones Unidas (ONU) (bandera azul y todo) que les pareció segura. Para nada. Los aviones tiraron sus bombas directamente sobre el inmueble, bastante grande. Un blanco fácil: 22 muertos y 80 heridos, la mayoría niños.

Mohamed recoge basura de plástico para sostener a su familia. Su padre no puede trabajar. Ahí va con su pobre carreta tirada por un caballo mientras narra la miseria, su abandono de los estudios, el hambre, el miedo, su amor profundo por el mar donde los veremos nadar y bucear, olvidando un poco su realidad. Trabajador, esforzado, responsable.

Mahmud, hijo de agricultor, recorre la granja de 30 hectáreas de su padre, destruida por Israel en 11 ocasiones entre 2001 y 2014. No tienen cómo ni con qué volver a trabajarla.

La niña Sondos relata en el hospital Al Shifa cómo tuvo que sostener sus tripas para llegar. Conserva esquirlas en el cuerpo, y la cicatriz en el vientre sigue fresca. Aúlla de dolor cuando la curan. Antes digan que los cirujanos (esos seres tan peligrosos) la operaron con un éxito casi inverosímil en un nosocomio tan mal abastecido.

Hamada y Montasem, de unos ocho años, jugaban futbol en la playa con sus amigos cuando fueron atacados y perseguidos por la aviación israelí. De ocho niños, cuatro murieron, todos de la misma familia. Los sobrevivientes fueron acogidos en un hotel de la playa. Muestran sus cicatrices. Montasem ya no quiere vivir, los dolores son constantes; no duerme, sueña pesadillas, sufre ataques de pánico. Pero habla con entereza para la cámara.

Bisan es una dulce chiquilla de seis años con la frente vendada. Una gran cicatriz en la frente y un párpado destruido no le impiden subir al columpio y hasta sonreír, aunque cada día tiene mayores problemas de comunicación. En Gaza, más de 400 mil niños, informa el documental, necesitan ayuda sicológica. Mohamed, el niño que recogía botellas de plástico, nos lleva al campo de refugiados de Al Shati, donde vive, y nos comunica que ahora carga cajas de pescado para un señor en los muelles de Gaza. Gana seis euros a la semana. Cuenta que los barcos artillados de Israel disparan contra los pescadores, hunden sus embarcaciones, ocasionalmente los matan.

La incursión israelí entre julio y agosto de 2014 causó mil 500 muertes. Setenta por ciento eran niños. Los entrevistados sabían hace nueve años que eso seguirá. No veo una salida, dice Mahmud, con una claridad a sus 10 años que ya quisieran los embajadores en la ONU.

Aquí jugábamos. Aquí dormíamos. Aquí comíamos. Aquí estudiábamos. Aquí nos curaban. Aquí hacíamos pan. El recorrido de Hernán Zin, director y fotógrafo, avanza sobre bloques de concreto, ladrillos rotos, columnas, techos caídos, grandes boquetes en los muros, cráteres en el suelo, eriales incesantes, varillas retorcidas, calles destrozadas, polvo. Ruinas que delatan el fin de un mundo.