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Las campañas van y vienen, ¿y la democracia?
A

l tiempo que nuevos aspirantes logran ser apuntados en las listas que, eventualmente, les permitirán acceder a la respectiva pasarela, sigue su curso la pauperización y trivialidad del intercambio político. En sus embestidas, esta degradación parece no encontrar resistencia, reduciendo a la democracia y sus reglas a una mera operación mecánica de redes que anula, en los hechos, la participación pública. Esta alharaca encadenada no se despliega en el vacío: no deja de ser notable la complacencia de la mayoría de los actores políticos y la facilidad con la que se ha asentado la negación de las reglas acordadas.

Lo que impera es un cinismo militante desde el que, sin rubor, se desprecian los señalamientos de algunos que insisten en la vacuidad a la que ha llegado nuestro intercambio político. Así es la política y, por lo tanto, la democracia que pretendió suceder aquel régimen desgastado y carente de rumbo. Las preguntas elementales sobre el sentido y atributos del nuevo régimen fueron, en el mejor de los casos, depositados en el archivo muerto de la transición y todos nos aprestamos a marchar hacia el festival democrático prometido.

Pienso que esas elementales cuestiones mantienen su vigencia. Después de todo, el deterioro de nuestra vida social se expresa cada día con mayor crueldad y violencia, lo que ha degradado nuestra convivencia y, desde luego, el respeto de los derechos humanos conseguidos a través de varios años de reclamos, movilizaciones y argumentos.

Los registros de delitos y desapariciones hasta hoy impunes son muy altos, hasta cubrirnos con una coraza de escepticismo que no puede sino anunciar lo peor. El crimen y la inseguridad consecuente empiezan a ser parte consustancial a la vida cotidiana y nuestra cultura cívica, tan promisoria, yace bajo tierra.

Esta especie de renuncia anómica a lo poco que habíamos implantado para un desarrollo ciudadano efectivo afecta gravemente los de por sí frágiles fundamentos de la convivencia, cuya crisis arrastramos desde antes de que el tema de la delincuencia organizada ocupara el primer plano.

Nos escandalizamos, con justa razón, ante los acosos impúdicos a mujeres y niños, multiplicados como nota por las abrumadoras redes sociales, pero seguimos negando la urgencia de identificar con rigor, para empezar jurídico, cuáles pueden ser los posibles vínculos de esas formas con el clima general de lazos sociales rotos desde hace años. El dolor que inunda mentes y almas de millones de familias, nos ha advertido Clara Jusidman, no conlleva a una obligada catarsis, sino al retraimiento y el cultivo del secreto como virtud teologal.

El ascenso de la violencia en todas sus formas, la desafortunada normalización de los asesinatos en masa, el desprecio insensible de los inmigrantes y su intenso sufrir, la corrupción como una pandemia que no deja prácticamente sin tocar a nadie, son datos que trascienden los informes de las fuerzas de seguridad o de inteligencia e indican que algo grave está afectando el cuerpo social.

Se quiere pasar por alto que el quebranto de los valores que aseguraban cierta cohesión es resultado de un largo proceso de cambios y rupturas mal procesadas entre nosotros, de agravios e impunidades, de carencias multiplicadas que han acentuado las exclusiones y desigualdades. Pero es aquí que reside el huevo de la destrucción, de nuestra corrosión.

En nuestro tránsito, como ciudadanos en activo hemos sido persistentemente omisos a problemas fundamentales; hemos incurrido en graves y grandes improvisaciones, cambios miopes y cortos que no se buscó que fueran guiados por objetivos compartidos, deliberados y aprobados por la mayoría. Nos ha quedado muy grande la democracia que queríamos inspirada en el artículo tercero de la Constitución. Y peor aún: pasamos a retiro una cuestión social relegada al juego de las cifras, en torno a las cuales montaríamos auténticas y vergonzosas batallas campales.

Hoy tenemos que deplorar hasta dónde hemos llegado: habitar un edificio vetusto, que creíamos flamante, donde se aloja una democracia electoral débil y vulnerable, vulnerada desde el poder y groseramente instrumentalizable.

Tenemos que convertir las campañas electorales en un atractivo torneo de reconocimiento de nuestros excesos y olvidos. Un coloquio nacional por sus alcances y contenidos que pueda llevarnos del diálogo a perfilar un gran acuerdo capaz de unir voluntades y esfuerzos. Así podremos decir y reiterar nuestra convicción política, basada en un entendimiento responsable de las implicaciones y compromisos de una democracia extraviada y agobiada por tanto crimen y abuso.