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Los tiempos mexicanos
E

l tiempo mexicano transcurre más que con rapidez con tortuosidad, rumbo a lo fútil. Alguien puede decir, incluso presumir, que con todo y el autoritarismo cada día más abierto, la política se hace a la luz del día y con tonos plurales, y ahora nos aprestamos a la definición de los (pre)candidatos al Poder Legislativo. Nada nuevo bajo el sol, dirá el optimista, aunque los nubarrones se empeñen en hablarnos de lo contrario.

Similar a los efectos negativos y desintegradores que las conductas señaladas tienen sobre la vida pública, lo tienen las trampas semánticas que obstaculizan cualquier ruta hacia la cohesión social necesaria para construir(se) como una sociedad democrática. Junto al brillo de la competencia impetuosa que se nos presume en cada esquina, contrasta la falta del reconocimiento necesario que fenómenos como la desigualdad tienen sobre la cohesión social, la política, la educación y la economía. Sobre nuestro ser y hacer colectivo.

Ciertamente, ahora contamos con una gran cantidad de información de calidad. Reducida a cifras y series interminables, las estadísticas se muestran poco comprensibles para un mexicano común, que sin más es reconvertido en súbdito de la interpretación que los expertos a la orden le ofrecen.

Los debates sobre la cuestión social son capturados por todo tipo de especialistas y pierden su carácter de rico cemento para una convergencia entre miradas plurales en pos de un bien común. Equidad, igualdad, justicia pierden su vocación histórica de convocatorias unificadoras.

Entonces, todo se reduce a políticas y acciones que se multiplican para atender primero a los pobres. Los resultados obtenidos están muy lejos de resolver los problemas de fondo, ya que las causas profundas de la desigualdad persisten, rasgo definitorio de la desatendida cuestión social, que sigue sin verse como tema prioritario y, por ende, central para formular una nueva hipótesis de desarrollo.

Justos, y sin duda necesarios, los programas y las políticas focalizadas contra la pobreza no pueden acabar con la desigualdad, menos si la economía no crece al ritmo necesario para integrar la planta productiva, la población y las regiones. Buscar formas renovadas de hacer y pensar la economía política, alejarnos de la fragilidad de nuestra razón económica, nos permitiría avanzar hacia la construcción de un fisco sólido y flexible, un Estado con capacidad redistributiva, base insoslayable de la suma de proyectos de bienestar colectivo y nacional que no pueden seguir como rutina o como inercia de una política que, en realidad, hace mucho dio de sí.

Contrarrestar la densa nube de futilidad que nos cubre, marginar las impunidades y cinismos que hoy marcan nuestra manera de ser como sociedad política, exige una claridad intensa en nuestro pensar y hacer la política. Nadie debe ser impune, resuena como grito de independencia renovado, pero para ello es menester asumir la necesidad de un pacto compartido por todos, con el fin de crear y llevar a cabo propuestas políticas proactivas, así como visiones con sentido que abiertamente quieren crear cohesión. Una vez más, hay que insistir: México requiere una estrategia dirigida a la construcción de acuerdos económicos y entendimientos políticos que oriente ocupaciones y preocupaciones de lo más diversas y generales.

Después de tanto andar por los caminos de la política moderna, una excitativa como la sugerida aquí puede sonar alejada de lo que en verdad es la política. En realidad, se trata de recuperar los componentes y atributos indispensables para que esa política pueda volver a escribirse con mayúsculas.

Sumar esfuerzos y voluntades, sectores y grupos, políticos y candidatos para reconocer nuestros problemas y potencialidades, como tarea primera de la búsqueda de nuevos senderos de desarrollo, es lo mínimo a pedir de unos políticos transformadores y de sus adversarios. Un quehacer interminable que no puede ni debe seguir soslayándose por las cúpulas nuevas y presentes, las bendecidas desde el poder y las que quieren sucederlas.