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El estante de lo insólito

Cruces sobre el yermo

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▲ Ilustración Manjarrez / Instagram: Manjarrez_art

Lo conozco. Me asaltó no hace mucho en el bosque, y sin hacer frases ni rodeos me arrojó al suelo y me hizo suya. Como un leñador divertido que pasa cantando una canción obscena y siega de un tajo el tallo de una joven palmera.

Epitalamio, Juan José Arreola

E

l western es un género entendido como el que formó al cine. Fue ahí donde se dieron desplazamientos de cámara, rompimientos de cuarta pared, contracampos y un sentido del ritmo, la estética (de la composición, al tamaño de los planos), que dotaron al arte cinematográfico de varias de sus herramientas técnicas fundamentales. Fue fundacional en Hollywood y creció en otros países con el spaghetti western en Italia y el chili western en México. Pocos lo dominaron como el realizador Alberto Mariscal, quien pudo hacerlo drama de revancha justiciera en El juez de la soga, o road movie de pistoleros puestos al Sol en Los indomables, ambas cintas de 1972 y de gran impacto comercial. Mariscal se había ganado el respeto como actor y director, pero había puesto su marca como cineasta de respeto cuando hizo una pieza de otro acabado: Cruces sobre el yermo.

El campo agreste

Producciones Matouk SA y Estudios América SA produjeron esta película, hecha sobre un argumento de Gabriel Guerrero, quien escribió el guion con Mariscal. El cineasta, nacido en Chicago en 1926, empezó a actuar muy joven en el cine nacional, usando distintos nombres artísticos. Tiempo después fue asistente de dirección y laboró de codirector en cintas de todo tipo, poniendo cámara lo mismo en el cabaret, que la hacienda o el cuadrilátero, para convertirse en un realizador que dejó manufacturas complejas y atractivas como La chamuscada, tierra y libertad (1971).

Después de mostrar a plenitud sus dotes para articular el western con todas sus credenciales en Jinetes de la llanura (1966), Mariscal trabajó para concretar la difícil apuesta dramática de Cruces sobre el yermo, que va como sigue: un jinete desconocido le hace charla a la atractiva María (Sonia Infante), quien sabe de inmediato que corre peligro y trata de huir entre una milpa, pero Juan (Eric del Castillo) se baja del caballo y la asalta sexualmente. El ataque tiene una puesta en cámara y un montaje alucinantes, mostrando el punto de vista de la mujer con perspectiva cámara en mano como testigo, lo que se complementa con duros zooms. El acto, indignante y terrible, es peor cuando ella dice que estaba a punto de casarse. Juan, sin disculpa por su felonía, sólo le responde que va de paso y le regala un rebozo. Ella no tiene posibilidad de reclamar a fondo y él se va así nomás, porque sabe cómo suceden estas cosas. Después de toda su brutalidad, el hombre primero ofrece llevarla a vivir con él; como ella se niega, entonces le ofrece su pistola para cobrarse la afrenta. Cubierta en llanto, ella le da la espalda y Juan se va.

El tema de la virginidad de la chica resulta demasiado fuerte para el rudo vaquero. Ahí fue donde me cuartié todito, le declara al cantinero, El Tejón (Beto El Boticario), y agrega con arrepentimiento que es “malo madrugar sobre la dignidad de una mujer… Dios testigo”. Juan tiene agenda de venganza por esos rumbos, por lo que mata a don Guillermo Luna (Víctor Everg), el hombre que había asesinado a su padre, al mismo tiempo que María y su familia pasan a la tristeza del velorio de su abuelo. Como los pesares parecen hacerle sombra a la chica, recibe a su antiguo enamorado Damián (Julio Aldama), pero ya no se siente bien para seguir con él. ¿Qué culpa tengo yo si de un de repente le perdí la voluntad?, afirma María, apartando al desencantado hombre, cuando él ya hablaba del jacal para estar juntos. En realidad, lo que el noble hombre quiere es ahorrarle las penas que él ya carga por las habladas de la gente, especialmente entre las puesteras del mercado, para quienes el incipiente embarazo de María ya es inocultable.

Esa hombría que parece miedo

En una secuencia estupenda, cargada de dramatismo y emoción sicológica, el recio y hablador Asunción (Narciso Busquets) es sorprendido echando hablada sobre María al decir: le madrugaron al Damián. No se da cuenta de que el aludido está en el sitio y lo escucha. El encendido Damián lo reta, lo que parece determinar duelo y muerte. Ante la incredulidad general, Asunción no hace lo esperado. En tierra de machos necios y afrentas de honor, lo necesario era batirse con el agresor. Pero Asunción aquilata la humillación que incluye bofetada. “Ahorita pos ya me pegaste, ya te me rajé… ya mejor vete”, concluye. Con el coraje cargado, pero sin cruzar la línea que llegue al abuso, Damián se traga la indignación y sale. Uno es muy libre de tener miedo alguna vez, sostiene Asunción sin que nadie lo entienda.

Gran momento con Asunción cuando confiesa a su mejor amigo, El Tejón, su amor por María, un diálogo extraordinario se desarrolla editado en paralelo con María, quien habla con su madre de los dolores de cuerpo y alma. “La sangre me la puedo limpiar orita de aquí, pero la costra se me va a hacer pa’ dentro”, afirma el herido Asunción, sin soportar su promesa a María, recién cumplida, de nunca dañar a Damián. El momento establece algo poco profundizado en miles de secuencias de odio campirano y amor filial en nuestro cine, en el que las agresiones (robos, violaciones, asesinatos…) se cobran ojo por ojo; los amores se buscan con devoción inmaculada; y el honor vale todas las muertes, aún las innecesarias o absurdas. Por amor a María es que Asunción se rajó. Eso es demasiado en los códigos de la hombría absoluta, un parámetro muy alto para comprender la naturaleza de su gesto, y la fuerza que necesitó para no levantar la mano en su defensa. También por ese amor, el personaje se pega un tiro en la misma cantina, sorprendiendo en primer lugar al espectador, en un brusco y muy efectivo giro narrativo.

Remigio (Sergio Barrios), hermano de María, estalla y hasta amenaza con fuetearla, insistiendo en que no puede andar con un hijo sin padre. Más preocupado por las habladas que por las humillaciones que sufre su hermana, no es capaz de apoyarla contra todo, más aún conociendo las circunstancias del embarazo, producto de una violación. Doña Lolita (Hortensia Santoveña), madre de ambos, acepta que Remigio deje la casa y el pueblo, mientras ella decide quedarse con María. En el hogar de la muchacha todo se rompe, Damián filosofa con el doctor (Tito Novaro) hablando de la tierra: “Si se pierde, es como la mujer. Pa’ uno no hay otra, doctor”. El doctor le asesta argumentos rudos para que reaccione, lo que sucede cuando el herido enamorado dice: “Algo debe valer todavía el cuero de uno pa’ que usté se meta a remendarlo”.

Damián alcanza a tener fuerza “pa’ una hombrada”, cosa que cumple aceptando tierra para trabajar. Se va entonces del pueblo con su madre (Isabela Corona) el tiempo suficiente para que María tenga a su hijo y lo crezca apartada del pueblo y de todos. Pero ya con las cosas frías y el trago lejos, Damián hasta considera llevar a María a trabajar con él para ayudar a su madre en la faena y a su amada con su hijo. Como el destino adverso es una cosa y el amor de ley es otra, María le puso el nombre de Damián a su pequeño.

En el esperado encuentro de epílogo, cargado de tensión dramática y previsión mortal, Juan vuelve a esas tierras entero por fuera, pero quebrado por dentro. Chepe (Alfredo Gutiérrez) avisa a Damián de su llegada, dando oportunidad para que el herido busque cobrar la deuda de honor. El diálogo es ríspido y las pistolas están a mano; sin embargo, cabe el ofrecimiento de Juan por recomponer el agravio y Damián lo deja ir, con la idea de que sea María quien decida el futuro de los dos. Pero, aunque el hombre quiere cumplir, María no ama a Juan. Nunca podrá hacerlo. Dolido pero estoico, Juan le dice que la recordaba mejor conforme el tiempo pasaba. Cosas que trae y así se lleva el viento de la breña. Dios con usté, bonita. Chepe y otro hombre van a interceptar a Juan para cobrar lo de Asunción, mientras Damián llega con María, intenso momento que ha debido esperar demasiado en la vida de ambos. El hombre le lanza unas espuelas de niño. “Son pa’ Damián”. Es un pasaje climático cargado de una poesía brutal poco común, quizá recordando a Juan Gómez (Pedro Armendáriz) ofreciendo caballo al hijo ajeno en Las abandonadas (Emilio Indio Fernández, 1945).

Guion estupendo, realista, crudo hasta las mismas muertes, en el dolor de la entraña con personajes de gran construcción realista. La fotografía de Fernando Colín es sobria y su dupla con Mariscal genera una afortunada selección coreográfica de desplazamientos escénicos y de cámara que hacen lucir la trama en cada una de sus escenas. Es una de las grandes películas campiranas de nuestro cine. Inteligente, técnicamente impecable en cada departamento (fanástica la música melancólica, mayormente en guitarra acústica y arpa de Rubén Esparza), con un trabajo histriónico ejemplar, con un ritmo pausado que deja desarrollar diálogos y escenas, sin cruzar por la comedia repetitiva, los balazos gratuitos y los amoríos con canción de fondo. Una fenomenal historia ranchera que tendría parangón con otra joya: Crisol, hecha por Mariscal en el mismo año y el mismo equipo de producción.