Opinión
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Aquel septiembre de 1973
L

a política de México respecto del asilo nos compromete a garantizar el derecho a la vida, a la expectativa de retorno al país deseado, propiciar el acceso a trabajo, alojamiento y sustento dignos. Así se transmitiría el sentimiento de fraternidad del pueblo mexicano.

Es lógico que el caso Chile visto a 50 años se vea como lejano suceso. Lo real es que para los asilados fue un drama y que para nuestros funcionarios significó la satisfacción del deber cumplido.

México hizo honor a sus principios y obligaciones. Cumplió con el derecho de asilo que exige recibir a personas que huyen de persecución. Cumplió con el derecho de no devolución, garantizado por el artículo 33 de la Convención sobre los Refugiados.

A partir del 11 de septiembre empezó a buscar asilo parte de la familia Allende, del gobierno derribado, de su partido, Unidad Popular, y hasta personas no chilenas. Lamentablemente para algunas debieron de pasar semanas y hasta meses en espera para viajar.

En este ambiente la vida en la embajada paulatinamente se hacía más difícil. Día a día la pequeña residencia recibía más solicitantes. El gobierno chileno retrasaba los salvoconductos, era un juego de hacer la relación más y más tensa, por parte de Chile, y México aguantar lo necesario a fin de salvar más personas.

Atinadamente la SRE nombró al ministro Ricardo Calderón Franco para la conducción de la embajada. Hasta ese momento estaba acreditado en Israel.

El papeleo nuestro y el chileno era terrible y todo requería vigilancia del ministro. Ya había mercado de falsificaciones. Él fue quién verdaderamente condujo la situación por meses, hasta el final.

El embajador Gonzalo Martínez Corbalá sólo estuvo en Santiago de septiembre 11 al 16 en que regresó a México, más un fallido viaje relámpago proponiendo a Pablo Neruda el asilo que rechazó.

Dentro de las serias preocupaciones y decisiones del ministro Calderón había algunas muy serias:

Que entre los solicitantes de asilo pudiera infiltrarse a la residencia un asesino ejecutor de algunas personas asiladas de gran perfil como Clodomiro Almeida, secretario de Relaciones Exteriores del gobierno usurpado.

Que durante los traslados de asilados de la embajada al aeropuerto se agudizaran las agresiones de turbas derechistas provocadoras que apedreaban al transporte y detenciones arbitrarias por militares para revisiones extremas.

Se ordenó al vicecónsul responsable de los viajes ondear desde cada vehículo una bandera nacional. Los pasajeros coreaban voces de defensa: ¡México! ¡México! No se podía hacer más.

La salud anímica en la residencia iba deteriorándose, haciendo la convivencia más difícil, de verdadera angustia entre las personas más rezagadas. Los ánimos estaban peligrosamente crispados. Se reforzó la vigilancia y alentaron actividades distractoras.

La evacuación se hacía cerca de cada semana. El avión en su viaje a Santiago llevaba correo oficial y personal y toneladas de víveres, material para higiene y ropa.

Exigencias chilenas extremas en trámites migratorios, más carga y descarga y el obligado mantenimiento rutinario al avión hacían que cada viaje tomara ese tiempo.

Por razones diversas, como indecisiones de los beneficiados, falta de documentos, posible división de las familias o mal estado de salud, los vuelos no iban completos. Sobre el número final de evacuados los archivos de SRE y Servicios Migratorios tienen datos precisos.

Hoy ya es posible revelar que clandestinamente se evacuaba a quienes ya se había negado el salvoconducto o ni lo solicitaban anticipando su rechazo. Eran serios riesgos, las instrucciones eran de la SRE.

A la población en la pequeña casa, promediada entre 20-30 personas, se impuso un protocolo de orden; debían sobrellevar las limitaciones de comodidad y participar por turnos en acciones de beneficio colectivo.

Eran tareas de cocina, comedor, baños, aseo general, sesiones de lectura, cantos y quienes guiaran oraciones. Muchos tenían mucho por qué rogar.

Había habido pleitos, ataques de histeria, abusos, paranoia, prepotencia, asaltos a la despensa y a la cava. Con enojo de los persistentes bebedores se ordenó vaciar todas las botellas.

La incertidumbre de los asilados iba más allá del momento. Como un enigma, sobre todo los jefes de familia, que pensaban en qué México les esperaba como futuro hogar.

A su llegada se asignaron viviendas temporales en una unidad habitacional aún semivacía, en la entonces delegación Iztapalapa. Nadie recuerda su nombre oficial, todos le llaman Cabeza de Juárez.

La situación se prolongó casi un año. México esperaba el día en que razonablemente terminara el éxodo. Cuando llegó, ya en 1974, la SRE anunció al gobierno de Pinochet la ruptura de relaciones diplomáticas y el encargo a Venezuela de representar ante Chile los intereses mexicanos.

Un día, el último DC9 convertido en heraldo de libertad, partió con asilados, funcionarios y oficiales. Fueron los últimos en salir de Santiago. Las relaciones se restablecerían hasta 1990.