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El estante de lo insólito

El hombre invisible

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Ilustración Manjarrez / Instagram: Manjarrez_art

“Después se quitó las gafas, mientras lo observaban todos los que estaban en el bar. Se quitó el sombrero y, con un gesto rápido, se desprendió del bigote y de los vendajes. Por un instante éstos se resistieron. Un escalofrío recorrió a todos los que se encontraban en el bar. ‘¡Dios mío!’, gritó alguien, a la vez que caían al suelo las vendas. Aquello era lo peor de lo peor (…).Todo el mundo en el bar echó a correr. Habían estado esperando cicatrices, una cara horriblemente desfigurada, pero ¡no había nada!”
El hombre invisible, H. G. Wells

L

a humanidad pasa gran parte de su vida soñando imposibles. Para lograrlos fracasa en inventos de todo tipo, pero tiene siempre el invaluable espacio creativo para imaginar lo que podría ser. Muchos de los conceptos más difíciles se han cumplido con los años (ir al espacio, tener equipo para respirar bajo el agua, la comunicación a distancia…), y entre los muchos que consumen las aventuras añoradas entre la literatura, el cine, la historieta y la ciencia misma, pocos tan poderosos como el atractivo de la invisibilidad. H. G. Wells, el padre de la ciencia ficción moderna, consolidó el camino con una novela notable: El hombre invisible.

Nada por aquí…

El autor inglés imprimió en El hombre invisible una concepción científica a los miles de relatos míticos en el mundo sobre la invisibilidad, que pasaban por los ritos ancestrales, la aparición de espectros y más. Wells deja los relatos de piedra y ubica a Griffin, estudiante de física con una visión que rebasa los límites académicos, y cuyo genio acarreará un logro máximo, pero también su propia perdición: una fórmula de la invisibilidad.

La novela se editó en 1897. Desde entonces, ha sido impresa en gran cantidad de idiomas y tiene adaptaciones en todos los medios del espectáculo y el arte, lo mismo en el teatro que en el formato de radionovela o en la televisión. Se ha comentado siempre sobre la postura política de izquierda, y la acre crítica social permanente del escritor contra la sociedad conformista, adoctrinada y poco combativa que veía a su alrededor. Su relato pone al protagonista en límites de la locura, pero también define que sus impresionantes avances científicos perturban de otra manera el entorno. El que es distinto es cuestionado, orillado a defenderse (aunque no justifica los crímenes que comete) y, dramáticamente, se hace consciente de que es distinto entre entes moribundos de ambición, de conocimiento, de capacidad humanista para cobijar a quien no empata con sus formas comunes.

El autor escribe: “cuando pasó el pánico, la gente del pueblo empezó a sacar conclusiones. Apareció el escepticismo, un escepticismo nervioso y no muy convencido, pero al fin y al cabo escepticismo (…). Los grandes acontecimientos, así como los extraños, que superan la experiencia humana, con frecuencia afectan menos a los hombres y mujeres que detalles mucho más pequeños de la vida cotidiana”. La reflexión de la voz narradora pasa después a la claridad mortífera del protagonista, quien se desprende de las vendas que permiten visualizarlo con la misma calma que de la sangre de sus víctimas, ya que la sangre coagulada se notaría en su piel invisible.

Las explicaciones racionales de Griffin vuelven a la curiosidad de sus 22 años, a su trabajo sobre pigmentación y física molecular, al entendimiento de la luz que se refleja y se refracta, las comparaciones entre el cristal y el agua, y así sigue hasta hablar del éxito después de tres años de trabajo. La invisibilidad es entonces posible, pero la experimentación suprema no puede ser exitosa con agentes externos, intratables, inmedibles. Él mismo es la máxima prueba, y lo logra. Algo poderoso en la explicación de sus experimentos y poco mencionado en las diferentes adaptaciones (evento también excluido de la venerada primera versión fílmica), es el hecho de que prueba la fórmula con un gato, al que después deja en libertad. A Kemp, a quien quiere volver su socio y cómplice, le cuenta cronológicamente todos los hechos:

–¿Quieres decir que hay un gato invisible deambulando por ahí?

–dijoKemp.

–Si no lo han matado. –contestó el hombre invisible.

Un hombre invisible podría dominar el mundo

Wells y su gran genio creativo fueron requeridos para alimentar la desbordada fama de Hollywood cuando llegó el cine sonoro. The Island of the Lost Souls (Erle C. Kenton, 1932), adaptación de su relato La isla del Dr. Moreau, fue un éxito fenomenal, pero dejó inconforme al autor. Parecía más difícil conseguir que los pasajes descritos en El hombre invisible tuvieran suficiente realidad en la pantalla. Pero los parámetros técnicos de los efectos especiales tocaron la cumbre en manos de John P. Fulton, capaz de generar movimiento de objetos, dobles reflejos en espejos, vendas cayendo, mientras se descubre que los fondos pueden verse a través del personaje, etcétera.

Robert Cedric Sherriff acompañó a su amigo James Whale en el esfuerzo por adaptar la novela al medio cinrematográfico. Colegas desde su pasado teatral en Londres, se convirtieron en artífices de uno de los éxitos más importantes en la historia de los estudios Universal: Frankenstein (James Whale, 1931). Para muchos apasionados y estudiosos de la novela, es inadmisible que el impacto audiovisual dejara de lado la convicción del personaje (ciertamente afectado por su condición invisible) por generar un cambio radical en la sociedad de su tiempo. Otros no concuerdan con el humor, por momentos desbocado y nada realista, de varios personajes secundarios.

Sin embargo, el humor corrosivo (con una risa odiosa) del protagonista, concuerda con la carencia de control, el empuje hacia el odio y la necesidad de establecer que posee una superioridad sobre el resto, pero con una determinación vital: no es un convidado divino, no experimenta una fuerza casual, sino es una victoria de su intelecto (en un punto del realto, se refiere al hecho como algo elemental que no debería causar esas impresiones: Es un proceso lógico y fácil de comprender). En su trabajo hay un estudio profundo, de refinamiento en la consecución de la fórmula. Hay meticulosidad en vestirse para no ser advertido en su condición invisible, pero también inteligencia cruel para saber cómo aniquilar a quienes le salen al paso. Su proceder es cruel pero, como la criatura de Mary Shelley en Frankenstein, es la fuerza del horror colectivo lo que produce las peores atrocidades. También habla de los resentimientos de Griffin por la incomprensión de todos y la posibilidad única de dominación, un impulso natural para quien proviene de una gran pobreza, como la historia de vida de Wells.

Desde todos los rincones del mundo hay seguidores de la novela y de la película seminal de Whale. En México, la producción más respetada que refiere a la creación de H. G. Wells es El hombre que logró ser invisible (Alfredo B. Crevenna, 1957), con Arturo de Córdoba interpretando a Carlos Hill, quien acusado injustamente de un crimen escapa de la cárcel por una fórmula que inventa su hermano Luis (Augusto Benedico), quien es científico. El cine del encordado también puso un pie en esta narrativa con El asesino invisible (René Cardona, 1964), en la que el protagonista Enmascarado de Oro (Jorge Rivero) se las ve con un villano que alcanza la invisibilidad.

Hollywood ha producido gran cantidad de cintas que refieren a la obra original, si bien no son nuevas versiones, sino secuelas y adaptaciones libres, como El regreso del hombre invisible (Joe May, 1940), La mujer invisible (A. Edward Sutherland, 1940), El hombre sin sombra (Paul Verhoeven, 2000) y la también inquietante El hombre invisible (Leigh Whannell, 2020). En la versión original de Whale se incluye a Flora (Gloria Stuart), amada de Griffin, interpretada por Claude Rains, quien actúa con vendas y maquillajes, pero con la extraordinaria voz que manejaba de forma espléndida, lo mismo como el capitán Louis Renault en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), que como Enrique Claudin en El fantasma de la ópera (Arthur Lubin, 1943). También se creó toda la secuencia en que el hombre invisible mata a Kemp, quien realmente lo atrapa en la novela original. Wells cierra su relato dejando la posibilidad de que algún día se descubran los libros que Griffin mantuvo ocultos, en los que se guarece todo su conocimiento y experimentos. Entre los dos universos, el literario y el cinematográfico, ciertamente muy distintos en pasajes y concepto narrativo, hay una historia fascinante para leer y ver muchas veces más.