Opinión
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Aquel septiembre de 1973
D

entro de los grandes episodios de nuestra política exterior destacan los sucesos de Santiago de Chile, el 11 de septiembre de 1973 y meses contiguos.

Desde enero ya había visos de algo grave: crisis económica, desestabilización social, acuartelamiento de tropas, marinos rebeldes, intrigas del clero. En julio se instaló una huelga de transportistas que detuvo el país, creó desabasto de todo. Meses de caos. Llegado el 11 de septiembre: el golpe.

En Washington hubo gozo de Kissinger y Nixon, caía al fin ese gobierno comunista. El plan original era no dejarlo llegar al poder, así lo habían acordado en la reunión que tuvieron en la Casa Blanca el 17 de septiembre de 1970, tres años antes.

El acuerdo fue formalizado en un memorando firmado por ambos. Tiempo después William E. Colby, director de la CIA, confesó ante el Congreso haber enviado dinero, armas y material explosivo a los militares golpistas.

En Los Pinos también hubo sucesos. Aquí se relatan algunos: una noche de febrero de 1973 el jefe del Estado Mayor presidencial general Jesús Castañeda Gutiérrez comunicó: El señor presidente ha ordenado enviar a Chile en calidad de agregados diplomáticos a nuestra embajada a un par de militares confiables. El embajador Gonzalo Martínez Corbalá lo propuso ante posibles disturbios que podrían afectar la seguridad de nuestra representación.

Adicionalmente le preocupa al embajador la relación tan estrecha de nuestro agregado militar, el general Manuel Díaz Escobar, con el general Augusto Pinochet. Se refiere a él con admiración, su relación parece ser de amigos.

Sí, Díaz Escobar era el jefe de los halcones del 10 de junio. Sedena lo había nombrado agregado poco antes. Personaje oscuro, prejuicioso y arrogante.

Los oficiales deberían llevar armas y un respaldo en dólares. Saldrían lo más pronto. La cancillería ya tenía instrucciones. El secretario Emilio O. Rabasa objetaba la decisión.

La idea acarreaba riesgos. Uno que en principio era sólo potencial, pero grave en extremo: suponer que el asalto de una turba provocadora, manipulada por la extrema derecha, un piquete de carabineros y, peor aún, una escuadra de soldados podría ser confrontada por dos militares y sus armas. El primer disparo, hecho por quien fuera, desataría un incendio político.

El riesgo inmediato era introducir armas y dinero haciendo uso de la valija diplomática (forma de correo protegida por el derecho internacional). Dada la situación podía atreverse el gobierno chileno a violentar la inmunidad. El acto afectaría seriamente la relación Chile-México.

Un tercer riesgo sería la desusada dependencia directa de los militares del propio embajador. Formalmente ellos debían reportar al general que no aceptaría verse marginado. Había serias tensiones, mas hasta ese momento nadie preveía la gravedad de los hechos posteriores.

Los oficiales salieron rumbo a Santiago con muy vagas instrucciones y grandes expectativas sobre su profesionalismo, intuición y capacidad improvisadora.

Llevaban en la valija cuatro fusiles automáticos M2, cientos de cartuchos, 40 mil dólares, un ejemplar del código de comunicaciones confidenciales del EMP y un radioteléfono de suficiente rango y frecuencias para asegurar la comunicación desde Santiago. Todo, violando el derecho internacional.

Era una valija absolutamente sospechosa. Grande y muy pesada. La que llamamos valija en realidad era una caja semejante a un ataúd. Sorprendentemente, pasó sin sospecha.

En nuestra embajada la inquietud crecía. Había una sensación de prepararse para una especie de estado de sitio, que sí se dio. La embajada tenía un auto y un minibús; alguien inventó que sería útil para huir por tierra a Argentina. Empezaba el veneno de los rumores.

La actitud del general Díaz Escobar ante el embajador era desafiante y de completa agresividad contra los oficiales. Sus idas al cuartel general del ejército eran constantes.

Contrastaba con ello su camaradería con militares chilenos de rango superior. Pronto llegó el momento en que el embajador pidió su regreso a México y su no sustitución para evitar previsibles nuevos roces con oficiales.

Conforme se agudizaba la crisis, la comunicación con Santiago se hizo más constante. Echeverría se comunicó algunas veces con Allende y Martínez Corbalá. Se le había advertido que las líneas seguramente estaban intervenidas.

Conocidos en México los hechos del 11 de septiembre, el presidente deseó comunicarse otra vez a la embajada; ahora con la señora Hortensia Bussi de Allende, la viuda, para ofrecerle asilo. Ya no fue posible, las líneas habían sido cortadas. Fue ahí donde se subrayó el valor del radioteléfono llevado a Santiago.

El 16 de septiembre, tras el desfile, el presidente decidió ir al aeropuerto. En un DC 9 de Aeroméxico, enviado ex profeso, llegaba la familia Allende, políticos relevantes, Martínez Corbalá y miembros de la embajada.

Tras el amargo prólogo seguiría el drama: Santiago ardía, muertos, desaparecidos, detenidos, torturados, gente aterrorizada, tanques, bombazos, incendios.