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Ignacio Chávez, cardiólogo, jardinero y amigo
–N

acho, ¿qué haces?

De pronto, en el parque Protasio Tagle, entre la calle de Arenal y la avenida Miguel Ángel de Quevedo, sorprendía yo al doctor Ignacio Chávez Rivera con una pala en la mano y mucho sudor en la frente cavando un agujero para sembrar un árbol.

–Nacho: ¿te volviste jardinero?

El sol caía a pique. Ignacio Chávez, guapo y delgado, removía paletadas de tierra que tendría que echar de nuevo sobre las raíces del arbolito recién sembrado. Más tarde traería cubetas de agua de su casa que vaciaría sobre el arbolito para amacizarlo entre otros árboles que también él había sembrado a lo largo de los años. ¿Qué opinarían los jóvenes estudiantes de medicina en su trayecto rumbo a la universidad al ver al director y al maestro cavar la tierra bajo un sol inclemente?

Por lo pronto, me detenía a medio parque a preguntarle a Nacho:

–¿Así como siembras ese arbolito cuidas el corazón de tus enfermos?

Ignacio Chávez Rivera sonreía y yo, en tanto que amiga, paciente y reportera, siempre atesoré la chispa de ironía en su mirada.

A lo largo de los años, Nacho el médico, Nacho el maestro, Nacho el amigo se acostumbró a cualquier tipo de preguntas y a hacer frente a las situaciones más inesperadas y disímbolas.

No sé si cuando era joven, Ignacio Chávez Rivera, médico ya reconocido, pensaría que, así como se planta un árbol, puede salvarse un corazón, pero lo cierto es que él salvó muchos árboles humanos.

Los cuatro hijos de Nacho y Ofe de la Lama: Ofelia, Nacho, Georgina y Fernando, casi nacieron en los altos departamentos del Instituto Nacional de Cardiología cuando estaba en la avenida Cuauhtémoc 310. Los primeros 10 años de la vida de los niños transcurrieron en el edificio para residentes y sobre todo en los jardines que cruzaban médicos e investigadores, entre ellos Rafael Méndez, Edmundo Calva y Costero, Rulfo, junto al Centro Médico Nacional.

Todos los que somos mayores de 50 años conocimos el primer Instituto Nacional de Cardiología. El edificio contaba con varios pisos de hospitalización, una escuela de enfermería, un centro de investigación y abría los brazos a médicos que venían de toda América Latina, porque muy pronto, gracias al doctor Ignacio Chávez Sánchez, la cardiología mexicana cruzó fronteras y jóvenes aspirantes a cardiólogos viajaron a nuestro país. Por tanto, los cuatro niños Chávez crecieron entre árboles y, sobre todo, entre estudiantes que aspiraban a hacer el bien. Supieron también muy pronto que nada es más importante que salvar la vida a otro. Los cuatro niños rodeados de médicos, de pacientes a quienes llevaban al jardín en silla de ruedas y de hijos de otros médicos se convirtieron en el futuro y la esencia de esa comunidad generosa y bienhechora. Ofelia y Georgina conocieron a todas las monjas de El Verbo Encarnado y a la gran mayoría de los médicos mexicanos y extranjeros que venían a hacer una residencia.

¡Qué privilegiada niñez la de Ofe, Coqui, Nacho y Fene! Con razón aprendieron a caminar con el corazón en la mano guiados por Ofelia de la Lama, quien además de enfermera, tuvo la muy buena puntada de casarse con Nacho y concebirlos. Fue Ofelia de la Lama quien inició el reparto de regalos a los enfermos en el día de su cumpleaños y de su santo, y en las fiestas de guardar. Los cuatro niños eran parte de las áreas verdes y los pacientes se acostumbraron a verlos como flores en un gran jardín y, a su vez, los niños supieron invitarlos a participar en sus juegos y rondas, lo cual, seguramente, ayudó a su recuperación. Finalmente, nada es mejor para el corazón que la risa y el calor humano.

Cardio, como lo llamaban los niños, era una gran familia en la que médicos y enfermos se conocían, y muy pronto los niños jugaron algún papel en el restablecimiento de enfermos, ya que no sólo asistían a homenajes y ceremonias de graduación, posadas y rondas navideñas, sino que repartían regalos envueltos con primor en todos los pisos de Cardio. Esa tradición de pasar de cuarto en cuarto y cantar villancicos que inició la bella e inteligente Ofelia de la Lama de Chávez, cuando era enfermera, sigue hasta el día de hoy.

Para volver al tema de Nacho jardinero, tanto Nacho como su hermana Celia cultivaron no sólo el trozo de tierra que les tocó sobre nuestro planeta, sino también la amistad que gracias a ellos se transformó en un jardín. Espléndidos anfitriones, Nacho, Ofelia y Celia supieron abrazar a sus amigos, a los hijos de sus amigos y a los amigos de sus amigos. En el jardín de su casa, en su sala, en su comedor en la calle de Arenal y en la del Paseo de la Reforma todos fuimos recibidos con un oído atento y despedidos con un abrazo rompecostillas.

Así como dirigía el Instituto Nacional de Cardiología entre semana, los domingos, el doctor Ignacio Chávez Rivera sembraba árboles en el parque frente a su casa, así también él y su esposa Ofelia dieron su apoyo y su cariño, pero lo más bonito para mí fue ver fuera de su consultorio al doctor Ignacio Chávez Rivera inclinado sobre la tierra y registrar el cuidado con el que sembraba un pinito que después regaría hasta convertirlo en uno de los grandes árboles que todos pueden ver en algún paseo dominguero.

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▲ Ignacio Chávez Rivera dirigió el Instituto Nacional de Cardiología de 1989 a 1999. Falleció el 14 de diciembre de 2012.Foto archivo

Seguramente fue su padre, el notable cardiólogo Ignacio Chávez Sánchez, quien enseñó a sus dos hijos a servir, a amar, a sembrar, a cuidar y a cultivar no sólo la amistad que para ellos era todo corazón, sino una parcela.

La pareja Ignacio Chávez y Celia Rivera de Chávez crio a dos hijos capaces de escuchar no sólo la voz humana, sino el rumor del viento entre las ramas y el llamado de las plantas cuando crecen, el de las flores cuando se van abriendo. También Celia Chávez de García Terrés, además de ama de casa y anfitriona excepcional, es jardinera, y así como en su mesa ofrece manjares exquisitos, Ofelia y Nacho supieron alimentar a hombres y mujeres como plantas comunes y corrientes en su jardín.

Siempre me han sorprendido las semillas que trae el viento y caen del cielo para anidar en la azotea de edificios altos porque van creciendo gracias a los cuidados del sol y de la lluvia, pero más agradecimiento me producen quienes se responsabilizan de un parque que es de todos. Ninguno más atento, ninguno más pendiente que este gran médico mexicano, Ignacio Chávez Rivera, cuya bata era tan impoluta como el cuidado que ponía en atender a los demás; no sólo escuchaba el latido de su corazón, también repartía buenas palabras, al igual que hacen los grandes consejeros espirituales. Por eso, verlo cultivar un jardín público, frente al cual todos pasan con indiferencia, fue una más de las lecciones que recibí, y sería de toda justicia que hoy el parque frente a su casa en la calle de Arenal llevara su nombre.

La familia Haro Poniatowska recurrimos al cardiólogo Ignacio Chávez Rivera en muchas ocasiones, le dimos mucha lata y nunca nos mandó a volar. En él y en su serenidad encontramos consuelo por más atareado que estuviera: Nacho, me caí; Nacho, metí la pata; Nacho, llegué tarde; Nacho, todo me sale mal; Nacho, ayúdame.

Un buen médico es casi siempre un confesor. Escucha al más necio, tiende la mano al necesitado, abre los brazos. Auscultar a un enfermo es un acto de respeto por el otro. Oír los 100 mil latidos de su corazón es la proeza de los médicos del altísimo edificio de Cardiología en Tlalpan, como tolerar lamentos y quejumbres, lo cual tiene mucho de sacerdocio, aunque le voy más a los cardiólogos que a los sacerdotes. Hay que armarse de paciencia para tolerar retahílas de achaques descritos hasta la saciedad. Alguna vez me tocó ver a Nacho escuchar a una paciente enumerar con lujo de detalle sus interminables dolencias: ¡Híjole, qué bárbaro, cómo aguanta Nacho!, pensé. La quejosa iniciaba todas sus parrafadas con un dotorcito muy meloso, y admiré la serenidad del cardiólogo ante lo que yo consideraba una espantosa letanía.

Dar consulta, escuchar y diagnosticar puede ser una labor muy ardua que Ignacio Chávez Rivera cumplió a la perfección. Atendió tanto a barrenderos como a intelectuales de muchas luces que resultaron ególatras de tiempo completo. Su gran sentido de humor lo hizo superar confesiones tediosas de yo soy, yo dije, yo tengo, yo opino y a mí me hicieron.

En el ejercicio de su profesión, Nacho supo paliar con un especial buen sentido y notable preparación los relatos de pacientes de todos los colores y sabores, tal como descubrió Moliere en su Le malade imaginaire, que de tan realista ha atravesado los siglos.

Ser médico es ser confesor y sicoanalista, conductor de almas y profeta, líder de masas, saltimbanqui y trapecista. El médico que hace reír tiene todas las de ganar, la buena sonrisa de Ignacio Chávez, su acendrado sentido común, su capacidad de síntesis y su entrega a los demás, abría las puertas al paraíso de la buena salud. Chávez Rivera sabía consolar porque era un gran observador del ser humano y un analista excepcional. Siempre leyó, siempre asistió a museos y regalarle un libro de historia, sobre todo acerca de Napoleón, era obsequiarle unas horas de recreo. Buen crítico, sabía leer y escuchar en la mesa de su jardín en Arenal, presidida por una reproducción de una de las grandes cabezas olmecas que Carlos Pellicer encontró en Tabasco. Escuchar al otro es ante todo la más bondadosa y la más exigente de todas las artes, y el cardiólogo Ignacio Chávez Rivera supo resumir todas las informaciones recibidas y llegar a buen diagnóstico.

También supo dirigir el Instituto de Cardiología, reconocido en el mundo entero; supo curar a quienes todavía vamos a su consultorio privado bastante humildito en las torres de Mixcoac que ahora es el del doctor Pedro Iturralde. Por eso quienes lo conocimos somos semillas del jardín que sembró, arbolitos que lo recuerdan mientras hunden sus raíces en la tierra, vecinos agradecidos de su don de jardinería. El dolor de su muerte, en diciembre de 2012, sigue acompañándonos, así como nos acompaña su infinita capacidad médica y la crítica bondadosa de su mirada.