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Adolfo Gilly, otra visión
A

l inicio de los años 70, Estados Unidos y Harvard y estaban en un torbellino de acontecimientos inéditos y contradictorios. En esta universidad la movilización de estudiantes había ocupado la rectoría y exigía a la Junta de Gobierno que dejara de invertir su riqueza en empresas que apoyaban al régimen archirracista de Sudáfrica. Kissinger, ex profesor de política allí mismo, ya se ocupaba de planear el golpe de Estado contra Allende en Chile. Daniel Ellsberg, ex alumno, hacía públicos los Documentos del Pentágono que mostraban que el presidente y los generales sabían que eran falsas las razones para invadir Vietnam, y en la Universidad Estatal de Kent (Ohio) la Guardia Nacional, que había sido llamada a contener la manifestación de estudiantes en contra de la intervención en Vietnam, cargó a bayoneta calada y abrió fuego contra ellas y ellos cuando rehusaron la orden de dispersarse. El saldo de cuatro estudiantes muertos y nueve heridos –todos blancos, y uno de ellos paralizado de por vida– generó una inmediata y airada reacción a nivel nacional y 450 universidades se fueron al paro. Por otro lado, la Escuela de Graduados en Educación de Harvard daba la bienvenida como invitado a Paulo Freire, expulsado por la junta militar que gobernaba Brasil, e incluía como profesores temporales a dos conocidos teóricos marxistas de la educación, Gintis y Bowles. En otras escuelas de la misma institución, un grupo de estudiantes mexicanos, que años después se harían del poder gubernamental, tenía frecuentes e informales discusiones sobre el rumbo que debía seguirse en México después de la crisis de gobernabilidad que había significado el 68. Los rasgos básicos del neoliberalismo, por cierto, ya asomaban por aquí y allá en la forma todavía rudimentaria de la necesidad de mano dura y de olvidar las políticas populistas. Una concepción que no veía terriblemente mal los golpes de Estado en América Latina porque, como ejemplarmente ocurrió en el caso de Chile, facilitaban la implantación de políticas sociales y económicas más agresivas y presupuestariamente eficaces.

Poco a poco, sin embargo, allí mismo y por la fuerza de la necesidad de espacio vital, se fue constituyendo un polo alterno que, aunque no estaba exento de ambigüedades, también debatía e intervenía respecto del futuro de México. Ante la ausencia de connacionales, en este proceso jugaron un papel muy importante los mexico-estadunidenses interesados en el proyecto de educación posrevolucionario de México y en sus protagonistas, y fue uno de ellos –que estudiaba a Bassols con Womack– quien condujo a lo que fue un momento decisivo para esa incipiente identidad: trajo el libro La revolución interrumpida de un autor hasta entonces desconocido, prisionero en Lecumberri, Adolfo Gilly. Éste, con enorme flexibilidad de percepción y una visión trotskista –muy lejos de la rigidez stalinista de los partidos comunistas– pudo captar con claridad y apasionada fuerza no sólo la profundidad histórica del desenlace de la Revolución, la interrupción, sino también desde ahí, la crisis mexicana.

La crisis de un país donde se fortalece la esperanza de millones que viven en la pobreza la inseguridad y la subordinación, pero no mediante el impulso para que se constituyan como sujeto social, sino a través de su asignación al papel de meros beneficiarios de servicios de salud, educación, derechos laborales y vivienda. Con Gilly apareció, entonces, sumamente claro que Villa y Zapata habían encabezado un proyecto distinto, fincado en el empuje enorme de los pueblos hacia la emancipación y el reconocimiento de derechos, y cómo ese proceso había sido interrumpido y reprimido para dar paso y poder a la visión de los poderosos. Una interrupción que condenó a los excluidos a vivir tratando de encontrar o incorporar en proyectos ajenos a las reivindicaciones propias, sin poder encabezar y materializar su cumplimiento. Y de ahí la historia de tensiones que pueblan el horizonte, porque el marco de democracia y justicia es de otros. Así, es cierto que la 4T –en la Ley de Humanidades y Ciencias– le ha quitado al capital el dominio sobre la conducción y uso de recursos en ciencia y tecnología, pero lo ha entregado a un grupo de altos funcionarios, y con eso le resta legitimidad y reduce la visión misma de la tarea científica. En un próximo gobierno, estos funcionarios fácilmente podrán convertirse en representantes del capital y ver al país desde esa perspectiva. Por eso una ciencia gubernamental no es buena idea, y las necesidades de conocimiento de la nación, además, no pueden reducirse a la visión burocrática. Por todo eso, cuando Gilly solidariamente interviene para encontrar a Belén, la estudiante de la UACM desaparecida, descubrimos que su pasión y fuerza no se había interrumpido y que con enorme entusiasmo apreciaba la rebelión de las jóvenes como factor importante, por ser víctimas, para la construcción de otro conocimiento y otra nación, desde abajo. Pero se ha ido.

* UAM-X