l Tribunal Superior Electoral de Brasil condenó al ex presidente Jair Bolsonaro por abuso de poder en el ejercicio de su cargo, y determinó inhabilitarlo para ocupar puestos públicos durante ocho años. Los magistrados lo juzgaron por haber convocado a 40 integrantes del cuerpo diplomático extranjero para desacreditar a las autoridades electorales y al sistema de votación electrónico, episodio enmarcado en su estrategia de instalar la idea de ilegitimidad de los comicios del año pasado conforme se hacía evidente que le resultaría imposible remontar la ventaja del candidato del Partido de los Trabajadores y hoy titular del Ejecutivo, Luiz Inacio Lula da Silva.
La noticia fue recibida con alivio por los sectores progresistas dentro y fuera de Brasil en tanto supone desactivar la carrera política de uno de los personajes más siniestros a nivel latinoamericano y global. Debe recordarse que Bolsonaro es un abierto y decidido defensor de la dictadura militar que ensombreció al país de 1964 a 1985; un desembozado misógino y homófobo, así como partidario de las formas más brutales del neoliberalismo. Durante su mandato, el gigante sudamericano padeció un terrible retroceso en materia de derechos humanos, particularmente atroz para minorías y grupos vulnerables como las mujeres, los pueblos indígenas o la comunidad de la diversidad sexual. También se vivió un desenfrenado desmantelamiento del patrimonio nacional, lo cual incluyó el insensato impulso de la deforestación de la selva amazónica para ampliar las fronteras de los agronegocios depredadores. En este afán de poner en manos privadas los bienes públicos, se arremetió contra los protectores de la tierra y los pueblos originarios fueron atacados de manera sistemática, al punto de que hoy se investiga como genocidio el abandono en que se les dejó ante la enfermedad de covid-19.
Sin embargo, es importante tomar con cautela la inhabilitación política del ex capitán del Ejército. En primera instancia, no puede subestimarse el respaldo de que goza entre amplias capas de la población, buena parte de la cual estuvo dispuesta a llegar a extremos de auténtico salvajismo al secundar el bulo de que su caudillo fue víctima de un fraude electoral perpetrado para instaurar el comunismo en Brasil. Esta versión descabellada, sin relación alguna con las orientaciones ideológicas del partido gobernante ni con el panorama político brasileño, forma parte de una narrativa muy arraigada entre sectores sociales susceptibles a caer en la retórica del miedo, la criminalización de la pobreza, la propagación de noticias falsas y la exaltación de un patrioterismo hueco que no hace nada contra los grandes capitales, probados saqueadores del país, y responsabiliza a los más desfavorecidos por todos los males que se ciernen sobre la sociedad. Mientras no se aborden las causas profundas que han llevado a la instalación del egoísmo ciego y la glorificación de la violencia como grandes motores del electorado, permanecerá latente el riesgo del bolsonarismo, con o sin Bolsonaro.
Por último, hay que tomar con suma prudencia la actuación del Poder Judicial. En este caso, los jueces se han pronunciado a favor de la legalidad y la restauración del Estado de derecho, pero no puede olvidarse que en un pasado muy reciente fueron quienes le abrieron las puertas del Palacio de Planalto a este neofascista al encarcelar a Lula cuando era claro favorito en las encuestas. El hecho de que entre 2016 y 2018 el líder histórico de la izquierda partidista brasileña fue blanco de una cacería judicial pese a la completa carencia de pruebas en su contra es un perenne recordatorio del peligro que corre la democracia cuando los togados tuercen la ley y se ponen por encima de la voluntad popular.