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Fatalidades titánicas
S

i la aventura del buque Titanic tuvo un fin trágico, su nombre, la simple palabra Titanic, goza desde entonces de una reputación semejante a la de un mito. La fascinación ejercida por este nombre es tal que se le puede encontrar aplicado a las peores catástrofes, aunque también sea posible hallarlo como símbolo del destino fatal, que espera a quienes deciden correr el riesgo de tentar a los poderes naturales o sobrenaturales. Películas, novelas, relatos y demás formas narrativas se apropian de este nombre mágico, con la seguridad de conquistar un vasto público.

Hoy día, varios multimillonarios, a quienes no bastan las películas ni las ficciones destinadas al común de los hombres, invirtieron considerables sumas de dinero para gozar el extraño privilegio de ver lo más cerca posible el desafortunado buque hundido a miles de metros en el fondo del océano.

Así, unos extravagantes y acaudalados hombres, ávidos de nuevas aventuras, no dudaron en pagar 250 mil dólares para encerrarse en un pequeño submarino y descender alrededor de 3 mil 800 metros bajo la superficie del océano Atlántico con el objeto de ver de cerca los suntuosos restos del mítico buque.

La última expedición del submarino ocupado por cinco hombres debía durar ocho días. El buceo, comprendidos descenso y ascenso, debería haber durado ocho horas, pero desde el domingo por la mañana se perdió todo contacto con el sumergible. Desde luego, todas las medidas posibles para rescatar vivos a los pasajeros se han puesto en marcha.

Fatal destino del Titanic: considerado como el buque más grande, rápido y lujoso de la época, no terminó su primera travesía por el Atlántico a causa de una colisión contra un iceberg el 14 de abril de 1912, cuatro días después del inicio de su viaje, a las 11:40 de la noche, seguida del naufragio tres horas después. Alrededor de mil 500 personas perdieron la vida en esta catástrofe. Lo imposible, lo inesperado, lo inconcebible había sucedido. El orgullo humano era vencido una vez más.

Los constructores, los dueños, la tripulación, los pasajeros, el público que aplaudía la octava maravilla del mundo, unos y otros olvidaban a los hombres que intentaron escapar a otro castigo divino, después del Diluvio, construyendo la torre más alta del mundo, una torre que debería alcanzar el cielo, la de Babel. Esta ambición no pudo lograrse, pues el Dios de Moisés impidió a los hombres comunicarse entre ellos con la creación de la diversidad de lenguas. Por lo visto, orgullo y vanidad humanos enfadan a los dioses.

Al parecer, los hombres que bautizaron al grandioso paquebote con el nombre de Titanic olvidaron releer la historia de los Titanes, los dioses vencidos y destronados por Zeus, recluidos en el Tártaro, la región más profunda del inframundo.

Los nombres no se dan en vano. A veces transparentes, a veces misteriosos, su significado lleva escrito el destino del bautizado con ese nombre. El dibujo de su caligrafía traza los vericuetos de la existencia. Su sonido remueve ecos que cantan a quien sabe escucharlos.

Tal vez por eso, los católicos escogen los nombres con que bautizan a sus hijos en el santoral, en busca de una alta y santa protección para el bautizado. No se trata de una simple superstición ni de una creencia religiosa. Las palabras poseen un poder misterioso que los nombres irradian, invisible como el aire que se respira, poderoso como el viento que barre con todo. El viento, ese es el Paraíso, termina el último verso de Ezra Pound.

Aire cada vez más escaso en el submarino turístico donde están encerrados cinco hombres. Su salvación será un milagro, pero un milagro no puede sino obedecer al orden divino. Esperemos que termine bien la audaz aventura de los exploradores, quienes sin duda no ignoran que los nombres poseen un poder y que el del Titanic es fatal. Ante una mala campaña política en Francia, los comentadores exclaman: “¡ Titanic!” Joe Biden bien puede gritar a su hijo: “¡Contigo nos cayó el Titanic!”

N de la R. Este texto se escribió antes de conocerse el desenlace del submarino Titán .