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Una república monarquista
V

arios días antes de la coronación de Carlos III como rey de Gran Bretaña, la televisión francesa, tanto la pública como la privada, no cesaban de informar sobre los preparativos. La difusión informativa sobre la familia real era exhaustiva –amores; disputas; lutos; riquezas; castillos; enfermedades; deslices adúlteros; divorcios; adicciones, biografías verdaderas, aproximativas, imaginarias o francamente falsas, y –parece un pozo sin fondo– una fuente de imágenes que inunda a los telespectadores. Podría creerse que Carlos III, ante esta explosión de documentales sobre su vida, va a ser coronado rey de Francia.

Hay que preguntarse, entonces, si el pueblo francés no lamenta la Revolución de 1789 y la desaparición del régimen monárquico. Cabe añadir que los periodistas e historiadores encargados de la información y los comentarios televisivos no son todos súbditos británicos de sus graciosas majestades, pues la mayor parte son ciudadanos franceses.

Cierto, siempre hay aguafiestas, y la televisión gala, en su presunta imparcialidad, puede alabarse de presentar también imágenes de tipo de personas incapaces de hablar sin refunfuñar y despotricar contra todo. En las mismísimas calles londinenses, un súbdito de su graciosa majestad enfurece ante las cámaras por el dinero de los contribuyentes del Reino Unido que se desperdicia manteniendo a los parásitos que forman la familia real. No falta tampoco quien protesta por los gastos de la coronación cuando el país atraviesa una muy fuerte crisis económica. Pero no sólo en esa nación hay enemigos de la monarquía, los partidarios incondicionales del sistema republicano forman gran parte de los ciudadanos franceses, para no afirmar que son mayoría aplastante. Así, en plena sesión de la Asamblea Nacional, un diputado del partido de izquierda presidido por Jean-Luc Mélenchon, anunció una nueva toma de la Bastilla ante la arrogante sordera de Macron y su gobierno. Los llamados a la insurrección popular se unen a los cacerolazos de los manifestantes contra la reforma de pensiones.

Pero el descontento de los franceses no les impide seguir con gusto hasta los últimos detalles de la coronación de Carlos III y saborear sin cansancio las variantes biografías del nuevo rey. El espectador incluso puede tomar partido y, siguiendo una costumbre muy inglesa, apostar sobre el futuro del monarca. ¿Alcanzará la estatura de un verdadero rey o será barrido de la Historia? Durante años, el príncipe de Gales apareció, en sus mejores momentos, como una grisácea sombra de su madre, la reina Elizabeth II. Sus discursos eran incomprensibles cuando no hacían reír, adúltero imperdonable con la abominable bruja Camila, verdugo responsable de la muerte de la bienamada Lady Di. ¿Será un pobre rey, un monarca de transición, en espera del tan esperado mesías su hijo William, o un verdadero soberano? Las cosas cambian y el pasado se recompone según las nuevas perspectivas que le da el presente. Como si el áurea de la corona diera otra dimensión al hombre, el pobre vituperado se transforma y encarna la sagrada e intocable figura de un rey ungido por derecho divino. De ahí, los ritos del ceremonial. Carlos III deja de ser una sombra. Sus discursos sobre la ecología ya no son absurdos, al contrario, son visionarios, lo es la multidiversidad de la flora de sus jardines. Su amor por Camila, quien cesa de ser una plebeya bruja para metamorfosearse en hada y reina, es el signo de fidelidad y constancia. Así, su fallida visita a Francia, que debía ser su primer viaje al extranjero, es la demostración de la impotencia de Macron para gobernar el país y acabar con la violencia de los black-blocs que impidió la presencia del rey.

Los franceses son, así, dignos ciudadanos y súbditos de la República monárquica imaginada por Charles De Gaulle con la V República fundada por él y enfundado en un traje hecho para él.