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Transición climática y trabajo, ¿cómo le hacemos?
C

recimiento significa más rendimiento. Más rendimiento significa más impacto. Más impacto significa menos planeta. El crecimiento eterno precipita la destrucción de todo. Esta crítica al sistema económico imperante no es nueva. Genealogías a menudo olvidadas como las reconstruidas por Joan Martínez Alier, recientemente galardonado con el premio Holberg, recuerdan que estos argumentos existen desde el siglo XIX. Sin embargo, siglo y medio después, continúa resultando novedoso y rompedor que un jefe de Estado pronuncie las palabras arriba citadas. Son de Michael D. Higgins, presidente de Irlanda.

Higgins es un personajazo. Laborista, querido y respetado por los irlandeses, a los 82 años no le quedan muchos pelos en la lengua. No es la primera vez que con su discurso descoloca al gobierno irlandés, encargado del día a día del país y mucho más escorado hacia el neoliberalismo económico.

De hecho, Higgins fue un poco más allá y vinculó la crítica ecológica con la denuncia de la desigualdad social y la mengua democrática. Son tres caras de un mismo triángulo, pero suele costar verlas bien articuladas. Hemos llegado a una coyuntura sumamente crítica en la que se ha demostrado que los modelos dominantes de crecimiento económico dañan la cohesión social, la vida democrática y el futuro de la vida misma en nuestro frágil y vulnerable planeta. Insisto, el valor añadido de estas palabras es que salen de la boca de un jefe de Estado, cosa anómala en la orilla europea del Atlántico.

¿Se está fraguando un nuevo sentido a favor de la igualdad y el mantenimiento de las condiciones que hacen posible la vida en el planeta? Los datos globales no acompañan una respuesta afirmativa. Tras el bache de la pandemia, el consumo de recursos energéticos y materias primas agotables ha recobrado el pulso y la desigualdad, en términos globales, no hizo sino ampliarse durante el reinado del coronavirus.

Pero al calor de la escasez de materias primas y de la evidencia de la crisis climática –igual que en México, el agua empieza a ser ya un problema grave en muchos puntos de Europa, donde la sequía se ha llevado por delante buena parte del cultivo de cereales–, empiezan a abrirse debates impensables hace no muchos años. Hay mimbres para construir nuevas mayorías que profanen el altar en el que hemos situado al crecimiento económico y la trampeada contabilidad del PIB. Pero para ello hace falta blindar un discurso al que todavía se le intuyen varias fugas de agua.

Frédéric Lordon ha intentado poner algunas bases en un libro traducido al castellano como El capitalismo o el planeta. Lo ha hecho con resultado desigual, según los gustos, pero ha situado en el centro de la diana una pregunta que puede partir en dos a la izquierda y a las clases populares si no se acierta a dar una respuesta, sobre todo en países de base industrial. Es la siguiente: el fin de un modelo económico basado en el crecimiento continuo implica, a la fuerza, una reconversión drástica del mercado de trabajo. ¿Cómo lo vamos a hacer?

Con ejemplos siempre es más fácil. La industria automotriz europea da trabajo a más de 2.5 millones de personas en el continente. Es un empleo industrial de calidad. Por mucha fantasía eléctrica que se alimente, responsables de la misma industria advierten que no se va a dar una sustitución del coche de combustión interna por el coche eléctrico. No va a ocurrir. Siendo realistas, por lo tanto, muchos de esos puestos de trabajo van a desaparecer o reconvertir drásticamente en la próxima década si Europa quiere cumplir con los compromisos climáticos y de transición energética con los que se ha comprometido. ¿Cómo se va a garantizar el sustento de todos estos trabajadores afectados? Todo el mundo habla del reto tecnológico que supone descarbonizar la economía, y desde luego lo es, pero nadie se acuerda de la derivada laboral. Ponerla en el centro es crucial para toda iniciativa emancipadora.

Las condiciones para darle respuesta, en un mundo en el que las rentas del trabajo pierden peso respecto a las rentas de capital, y en el que tener un sueldo no garantiza salir de la pobreza, son probablemente mejores que hace unos años, pero queda un trabajo inmenso para articular una respuesta que, como pide un eslogan prematuramente olvidado, haga posible llegar a fin de mes y a fin de siglo.

Lordon, como muchos, defiende que la solución pasa por una renta básica que garantice a todo ser humano el sustento. En España, en las últimas semana se ha hablado de una herencia universal, una iniciativa más modesta que consiste en entregar una cantidad de dinero a todos los ciudadanos al llegar a una determinada edad. No hay solución mágica, queda mucho por debatir, pero urge hacerlo. En cualquier caso, y sea cual sea la fórmula elegida, es difícil que la solución no pase por poner límites a las ganancias y redistribuir la riqueza ya existente. De lo contrario, el mantenimiento de muchos puestos de trabajo actuales se convertirá en la mejor bandera de quienes no quieren mover un dedo para luchar contra la desigualdad y la emergencia climática.